¡Por fin es primavera!

Sí, ya sé que no lo parece, que la Virgen de la Cueva se ha venido un poquito arriba, que hay días de un frío negro, pero, cuando abro la ventana a las 5:30 h de la mañana, los pájaros cantan y eso es porque es primavera. Y ya está.

No sé a ti, a mí esta época me revoluciona el cuerpo (como si yo no fuera ya un festival de hormonas), así que vamos a entrar en calor puesto que el tiempo no está ayudando nada.

May estaba nerviosa. Lanzaba miradas furtivas a la entrada del oscuro pub, esperando, deseando que él apareciera. La inquietud hacía que diera sorbos a su bebida, quizá, más a menudo de lo normal, aunque lo disimulaba bien. Rodeada de sus amigas, bailaba y charlaba como cualquier otro sábado. El ambiente, con muy poca luz, estaba algo cargado; hacía calor a pesar de estar en pleno invierno y eso tenía su parte buena. A May no le gustaba salir con gruesos jerséis, ella necesitaba notar su piel, libre de telas por la noche. No era una belleza al uso, pero tenía algo mejor, un atractivo salvaje que se veía incrementado con los destellos de los focos en su piel, brillante por la levísima capa de sudor producida por su movimiento. Sus ojos felinos se entrecerraban en una especie de éxtasis cuando se mecía por alguna melodía que la transportaba a esos lugares que habitaban dentro de ella. La música la transformaba, sacaba un yo distinto, profundo y primario, y, de alguna forma, esa magia llegaba a ciertas personas que terminaban mirándola embelesadas, atrapadas en esa visión. Ella lo sabía, no se jactaba de ello, era algo que pasaba y había aprendido a utilizarlo cuando le convenía.

May lo había conocido tres días atrás de forma casual. Era un antiguo amigo de la infancia, de uno de sus compañeros de trabajo. Se lo presentó en el bar de tapas favorito del grupo y la conexión había sido casi inmediata. Solo había hecho falta una canción, un comentario sobre esta y el hilo que surgió desde ese punto. Se dieron cuenta de que estaban en esa frecuencia que roza la locura y que pocos entienden, esa forma de entender los sonidos y cómo viajaban por sus fibras nerviosas para cargarlas de una energía casi física. Él era músico y compositor, ella tocaba el chelo.

A partir de aquella misma noche habían estado escribiéndose por WhatsApp y ya entonces había surgido otro tipo de atracción. Por escrito es fácil romper el fino cristal de la prudencia, que cara a cara parece ser más grueso, aunque en su caso, frágil.

Al día siguiente volvieron a quedar todos, esta vez el sol ya se había ocultado hacía tiempo. Sus ojos se habían encontrado en la penumbra del pub, reconociéndose, y una necesidad primitiva ardió bajo sus párpados. El calor ya no estaba únicamente en el ambiente, estaba en ellos, acelerando la respiración y el pulso, dilatando sus pupilas, tensando sus músculos por mantenerlos quietos para no tocarse. Él deslizó su mirada, perezosa. La derramó por su cuerpo como si de un líquido denso se tratase y ella sintió cómo la desnudaba. May había clavado los ojos en su boca y el deseo de lanzarse a esos labios había provocado que diera un paso hacia delante. Por suerte, se había frenado a tiempo. Solo se conocían desde hacía cuarenta y ocho horas, suficiente para ellos dos, conectados a un nivel desconocido para la mayoría, pero socialmente incorrecto, debido a sus respectivas situaciones. Esa noche hicieron lo imposible por mantener las formas y hablaron, rozándose de vez en cuando una mano o el brazo, aun así, la chispa era demoledora cuando entraban en contacto.

May había llegado a casa en llamas. Tumbada en la cama viajó a un territorio interior, suyo, seguro, donde la corrección importaba una mierda y había dejado que sus propias manos se convirtieran en las de él. Había acariciado con las yemas de los dedos la piel de su escote, con cuidado de rozar uno de sus pezones. Más, más abajo… Al encuentro de la otra que ya estaba entre sus muslos. Se lo había imaginado devorando su humedad, introduciéndose en ella. Gemidos sordos, balanceo de caderas, labios entreabiertos para respirar mejor… Y un delicioso orgasmo que hizo que deseara a aquel hombre infinitamente más.

Al día siguiente no se habían podido ver. Él tenía que preparar el viaje, regresaría pronto a casa y a su realidad, tan distinta a esta. Entre agendas, maleta y reservas de billetes le había dado tiempo a componer una pequeña melodía para ella. Se la había enviado y May había dejado que la inundara. Era increíble cómo dos días habían sido suficientes para que aquella persona la diseccionara y volviera a reconstruirla en forma de notas al piano. Esa música era ella. De alguna manera, se conocían hacía miles de años, de otras vidas, y la partitura la definía de una manera tan precisa como sorprendente. Era su forma de ser; de expresarse; sus gestos; sus tormentas; sus luces y sombras, y su mirada, esa que decía todo lo necesario en el momento preciso.

May cerró los labios alrededor de su pajita y sorbió un poco del Santa Teresa con cola. La fresca bebida bajaba por su garganta cuando una leve corriente de aire erizó la piel de sus brazos. No hizo falta que se volviera hacia la puerta del pub, él estaba allí. Aquella presencia llegó hasta ella, inexorable. Se quedó quieta y observó cómo saludaba a todo el grupo, luego se acercó y la miró en silencio. May alzó un poco la barbilla, él hizo descender la suya y posó sus labios en la comisura de su boca. Se quedó ahí un segundo de más, lo justo para que dejaran de respirar, y se apartó. Era su última noche, el juego acababa de empezar.

Con discreción, May lo miró a los ojos y vio, claro como el agua, su deseo; sin moverse de ahí, hizo descender su mano hasta el abultado pantalón. Un roce con el dorso, sutil y rápido, arrancó un suspiro con una sonrisa gamberra de él y le hizo cerrar los ojos. Él se acercó a su oído.

—Esta noche voy a entrar dentro de tu cuerpo y de tu mente de todas las formas posibles. No va a haber un rincón de ti que no devore, y me voy a llevar tu olor y tu sabor conmigo —dijo con voz ronca y rozó el lóbulo de su oreja con la lengua.

May se quedó estática, una oleada de fuego y humedad empapó su sexo inmediatamente. El cristal de la prudencia se había roto. Clavó sus ojos en él y un gemido ahogado por la música del local se escapó de su garganta cuando, con la misma discreción que había utilizado ella, le rozó un pezón. La reacción de este, que creció y se endureció al momento, se distribuyó por su cuerpo a la velocidad a la que la yesca arde.

—Vámonos —susurró con la voz entrecortada.

Pero no podían irse juntos. Así que enjaularon la excitación durante un rato más y May se despidió de sus amigos. Un mensaje con la dirección de su piso y un taxi. Tuvo que reprimir las ganas de tocarse durante el trayecto. No, esta noche su cuerpo era solo de él. Cerró los muslos y fue peor, la presión del vaquero, justo ahí, la hizo maldecir y mirar al cielo nocturno por la ventanilla del coche.

William_

Voy a hacer lo posible por aguantar una hora.

May_

Te espero…

May exhaló despacio para calmarse al notar la mirada del conductor por el retrovisor interior. ¿Cómo era posible que alguien la excitara así? La colocaba justo un paso antes del punto de no retorno y ni siquiera tenía que ser explícito. Pero cuando lo era… Y, joder, ese roce en el pecho… Imágenes de él entre sus piernas entraron en su prolífica imaginación como una estampida y tuvo que echarlas a patadas para no ponerse a jadear en el asiento de atrás del taxi.

En su piso, picó algo por el simple hecho de ocupar el tiempo y se dio otra ducha algo más fresca de lo habitual. Tenía la impresión de que su piel incineraría la ropa con la mera expectativa de lo que iba a pasar, aun así, se vistió otra vez.

Iba de camino a su habitación cuando sonó el timbre de la puerta. Detuvo el siguiente paso y volvió la cabeza para mirar hacia el panel de madera. Alguien le debía haber abierto la puerta del portal, estaba a escasos tres metros de ella y esta vez… estaban absolutamente solos. Sensaciones que iban y venían entre la gula y cierto temor se agarraron a su estómago. Las ignoró y pasó entre ellas.

Asió la manija, mientras giraba la llave, y abrió. May tuvo que levantar ligeramente la cabeza, pues Will era un hombre alto y lo tenía muy cerca; el olor del perfume masculino, sin nada que lo diluyera como en el pub, llegó hasta ella y sonrojó sus mejillas. Sin decir una palabra se apartó y lo dejó pasar.

Will giró sobre sus talones al escuchar el suave crujido del cierre y quedaron enfrentados. Ya no existía nada entre ellos que los pudiera retener, ni gente ni normas sociales ni realidades paralelas, nada. Únicamente ella, él y aquella conexión irracional. El ansia acumulada desde hacía tres días y la promesa hecha en el pub explotaron de golpe. Will la cogió de la nuca y se devoraron la boca. May sintió con cada terminación nerviosa la invasión de aquella lengua que dejaba entrever una habilidad increíble. Con fuerza, entrelazó sus largos dedos en el pelo de él, quería pegarlo aún más a ella, respirarlo y bebérselo. Entonces, el mundo rotó. De súbito, Will la había girado con brusquedad, sin embargo, tuvo cuidado cuando la inmovilizó contra la pared. May se supo atrapada entre el muro y su torso; sintió la dura erección en el culo, mientras le tiraba del pelo para inclinar su cabeza y morderle, lascivo, el cuello. El gemido que se escapó de sus labios lo hizo gruñir y bajar las manos hasta el botón del vaquero de ella. Un tirón suave pero firme bajó el pantalón y la ropa interior hasta las rodillas. Se la iba a comer entera, lo había susurrado en su oído y lo iba a cumplir. Will le dio la vuelta de nuevo y el ansia inicial se ralentizó al mirarla con ojos hambrientos. La besó despacio al tiempo que le levantó la camiseta de tirantes, no llevaba sujetador por lo que los pechos de May quedaron expuestos a la lengua y los dientes del hombre. Un calor brutal comenzó a acumularse en su bajo vientre con cada húmeda acometida en sus pezones hasta que, con manos temblorosas, May empujó su cabeza hacia abajo invitándolo a continuar el camino. Él sonrió y se dejó arrastrar. De rodillas, terminó justo a la altura de su sexo. May apenas podía separar las piernas, la ropa arremolinada en sus corvas no se lo permitía, Will la bajó un poco más, liberándola parcialmente. Hipnotizado, pasó un solo dedo a lo largo de su vulva y la abrió. Estaba empapada y ardía por y para él. Fijó las caderas femeninas contra la pared y hundió su boca entre los muslos de May. Ella cerró los ojos con fuerza y gritó de puro placer, no podía fijar una sola sensación. Era aquella lengua que reclamaba su interior, eran los movimientos de su cabeza al enterrarse cada vez más, era la fuerza con que sus manos se aferraban a ella. Will alzó la mirada desde su posición y la observó respirar de forma pesada, con la cabeza pegada a la pared, sus cejas algo fruncidas, las comisuras de su preciosa boca ligeramente elevadas. Terminó de desnudarla para cogerla en brazos, sus piernas rodearon la cintura de Will y entonces fue May la que atacó su cuello de camino a la habitación.

Allí, la soltó con cuidado en la cama. May quedó tendida con los pies apoyados en el colchón y las piernas levemente abiertas, su ávida mirada hizo que las abriera un poco más, solo para que admirara el lugar donde ella lo quería en unos segundos. Will se desnudó y May lanzó la mano a su propio sexo con la visión de ese cuerpo hecho a su medida. En cuanto él apoyó una rodilla en la cama, se incorporó y lo empujó por los hombros para tumbarlo. También estaba hambrienta, de modo que, como una gata que acecha a su presa, se acercó insinuante al enorme miembro entre las musculadas piernas. Con solo verla abrir la boca, la polla de Will, al máximo de su capacidad, comenzó a gotear. May no dejó un centímetro de la sensible piel sin lamer, su cabeza subía y bajaba, acompañada de esa mano de hierro, que la sujetaba por el pelo. Las caderas se movían y el sonido de su respiración errática y de sus gemidos la excitaron todavía más. ¿Podría correrse en ese mismo instante si rozara un segundo su clítoris? Estaba segura de que sí.

—May, para… —jadeó él.

—Yo también quiero llevarme tu sabor —dijo con tono acuciante.

—Lo tendrás, te lo prometo… —aseguró Will.

May paseó su lengua una última vez desde la base hasta la misma punta para llevarse una salada y deliciosa gotita de lujuria. Will se incorporó.

—Date la vuelta.

Ella obedeció y quedó de espaldas a él. Sintió una mano que recorrió su columna y erizó toda su piel, luego una suave presión que la obligó a inclinarse hacia delante y a apoyar las manos. Se sintió totalmente a su merced, allí, a cuatro patas. Will se acercó y separó sus nalgas, ella cerró los ojos y se mordió el labio inferior a la espera de lo que haría. May volvió gemir ruidosamente cuando casi cae de bruces ante el embate de la aquella boca sedienta de sexo. Se afianzó como pudo a las sábanas, se la estaba follando con la lengua y ella estaba llegando al límite. Sin saber cómo, se encontró tumbada de nuevo boca arriba. Will seguía devorándola, ahora abrazado a sus muslos, y se centraba en esos embriagadores movimientos circulares en su abultado clítoris. El placer se acumuló de manera incontenible, la presión creció entre sus piernas, sus gemidos se entrecortaron. May se arqueó y arrugó las sábanas en sus puños apretados, los nudillos casi blancos. El bestial orgasmo viajó por su cuerpo arrasando todo a su paso, pero no hubo descanso. Cuando Will estuvo seguro de que había terminado, ascendió como una serpiente para mirarla de cerca. May, con la mirada perdida, abrió los ojos de golpe y volvió a gemir al notar, por fin, a Will dentro de ella. Enganchada a su nuca, permitió que él la invadiera sin control. A un ritmo firme y profundo, Will se iba acercando al punto álgido de su propio placer. Verla disfrutar, con los labios hinchados, las mejillas rosadas y la frente húmeda, con ese movimiento que desparramaba su melena sobre las sábanas revueltas… y esa increíble fricción dentro de ella. Nada podía compararse a eso. Sin saber cómo, la petición de May irrumpió en su enajenada mente y tirando de toda su fuerza de voluntad, se separó de ella y se acercó a su rostro. Ella abrió los ojos y lo vio continuar su placer con la mano, lo entendió en un segundo y sonrió. Él le lanzó una mirada, al borde del orgasmo, para confirmar que ella deseaba aquello. Como única respuesta May abrió la boca. No hizo falta más, Will se corrió en su lengua entre jadeos y gruñidos. Casi tuvo un segundo orgasmo al verla tragárselo todo con una sonrisa codiciosa.

Y esa noche no había hecho nada más que empezar. Alternando entre descansos y risas, Will cumplió su promesa de entrar en ella de todas las formas posibles.

Por la mañana, tras un último y adormilado asalto, se despidieron. No sabían si volverían a tocarse, ni siquiera si volverían a verse. Lo que sí tenían claro es que aquella conexión especial entre ellos, esa que se da una vez entre un millón, no se les olvidaría jamás.