Silencio. 24 min.

 ¡Hola, Later! Hoy te traigo un relato muy especial. Fue creado para presentarlo en los Premios del Ejército del Aire (y del espacio) de este año 2024, pero resulta que es demasiado corto. Y como me niego a mancillarlo metiéndole paja, pues no lo voy a presentar. Eso sí, en el olvido no se va a quedar porque es muy chulo. Está basado en la experiencia de uno de mis hermanos, que trabaja donde el protagonista y fue sometido a tremenda entrevista en la mismísima barraca (ya sabréis qué es eso); y en la de mi BFF, que también es armera en la unidad que nombro.

Hay palabras técnicas que forman parte del lenguaje de armeros y mecánicos de aeronave, pero no influyen en la comprensión de la historia. Eso sí, si tenéis mucha curiosidad y me lo dejáis en comentarios, puedo añadir un pequeño glosario.

Os dejo con Mauro Conti, el primero Torque.

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Silencio.

Silencio puro, envolvente, amplio, sereno y grandioso. Frío y afilado, y seco o húmedo, que cala los huesos. Cálido como el abrazo de un amigo o ardiente que impide respirar. Claro como un cristal pulido o traslúcido como niebla temprana.

En cualquier caso, siempre acogedor.

La vista desde la plataforma era espectacular. Una panorámica de 180˚ desde donde se podían divisar, en un día despejado, las escarpadas montañas de la sierra de Madrid, los campos que rodeaban la base aérea y los cuatro rascacielos más altos del paseo de la Castellana, allá a lo lejos. Mucho más cerca, la pista de rodaje, la pista de aterrizaje, las luces azules que las perimetraban… A Mauro le encantaba salir allí, justo antes del amanecer, y contemplar los cambios de color del cielo según salía el sol. Daba igual la época del año en la que se encontrase. Llevaba a cabo su pequeño ritual cada mañana de servicio. Si caían chuzos de punta, le tocaría mojarse, pero no perdonaba una alborada. Ese silencio previo a la vorágine del día era su momento. Dejarse devorar por su presencia lo hacía sentirse pequeño y grande al mismo tiempo. La única palabra con la que aquel cabo primero, con treinta y tres años de mili, podría describirlo era: Paz. Paz con mayúscula. Unos instantes de comunión con el mundo y consigo mismo, que solo unos pocos entenderán.

Mauro Conti, con su apellido heredado de lejanos ancestros italianos, era armero en el Ala-12 de la base aérea de Torrejón de Ardoz. Nadie lo llamaba Mauro. En su galleta ponía Conti, pero tampoco se dirigían a él por su apellido. Él era el primero Torque, por la llave dinamométrica que siempre llevaba encima para darle el par a los portacartuchos del pilón del F-18. No era la herramienta que más usaba, pero, por alguna razón, tenía la suya y la paseaba por todas partes. En el ejército, todo el mundo tiene un mote. Si no lo tienes, es que entraste ayer, en cuyo caso solo tendrás que darle a la gente una semana. Algún alma cándida dirá que él o ella no tiene, pero sí, por supuesto que lo tiene. Otra cosa es que se lo llamen en secreto, y déjame decirte que no es buena señal.

El primero Torque era lo que cariñosamente se llama un cabo primerosaurio, equivalente a cabo primero permanente con cien años de servicio. Entró en el Ejército del Aire en 1989 sin haber cumplido los dieciocho, en aquel Voluntariado Especial que algunos recordarán. Con tantísima experiencia, y su amor por los cazas y todo lo que explotaba, era una institución. Su primera especialidad había sido la de mecánico de aeronave; pero rondando el 2010, su pasión —arrastrada desde la más tierna infancia— por cualquier tipo de arma, detonador y olor a pólvora ganó la partida e hizo el cambio de especialidad a la de armero. Durante su trayectoria, tras salir de la escuela, su primer destino había sido el Ala-12; después pasó por unas cuantas unidades antes de terminar donde estaba. Había cuidado de los RF-4C Phantom y de los Super Puma del Ala-48, además de haber formado parte del EADA y del CLAEX. Pero su corazón era para vestir de fuego al EF-18 Hornet. Por lo que, tras todo ese periplo, en aquel momento se encontraba justo donde quería: de vuelta en el Ala-12. Aunque esta vez en un destino privilegiado: el servicio de alarma.

Y ahí estaba su plataforma. Cuando el sol ya despuntaba por el horizonte, se volvió y contempló los dos hangares que albergaban las aeronaves. El servicio de alarma garantizaba un F-18 de camino al cielo en quince minutos y otro en sesenta. Era emocionante verlos en reposo en ese momento, como dos dragones dormidos. Sobre todo, sabiendo lo que esas máquinas eran capaces de hacer. A Mauro podían tratar de venderle cazas más modernos, pero su respuesta siempre era la misma: «El jamón, serrano y el avión, americano».

El F-18 era un compañero de trabajo. Más que eso, a esas alturas, era un buen amigo. Un caballo de batalla fácil de trabajar, duro como un demonio, totalmente maniobrable, capaz. No lo cambiaría por un ordenador con planos por nada del mundo. Y todo lo decía con conocimiento de causa. Sobre todo, lo de maniobrable. Había sentido en sus carnes, de forma literal, lo que era un combate aire-aire de la mano de un oficial piloto, algo gamberro, que decidió meterlo de lleno en la peli de Top Gun, pero en espacio aéreo español. Ahí se dio cuenta del entorno de trabajo tan hostil para el cuerpo en el que se mueven los pilotos. Con una sonrisa en los labios, recordó cómo le pareció que los dos aviones volaban de forma ilógica, como enfrentados y girando en círculo, con ángulos absurdos en los que era imposible orientarse por la falta de referencias alrededor. Toda una experiencia que jamás olvidaría.

A finales de abril, el sol salía sobre las 7:20 h, así que aún tenía un rato antes de que entrase el siguiente relevo. Rodeó el hangar del F-18 titular por fuera para entrar por detrás. Otra estampa que siempre le había encantado era el empenaje de cola, recortando silueta contra la panorámica de la base. Tenía un buen trasero ese avión. Esas toberas redondeadas, el gancho de apontaje, el tren principal, los depósitos, los flaps, los alerones… Y los timones de profundidad y dirección que le daban ese perfil tan elegante y operativo a la vez. Mauro suspiró al acordarse de todas las veces que se había comido un polvorón sentado en una de las colas o de los batidos de brik que se había bebido al amor de la sombra de los planos en pleno verano. Era un privilegiado. Ese destino dotaba a todo el grupo de trabajo de cierta independencia, pero, y esto que quede aquí, eran una familia compuesta por los mejores. De modo que, a pesar de que Mauro pensaba que en el ejército se disparaba muy poco; de que nunca entendió por qué se llamaba gris aeródromo a un color, a todas luces, azul y de otros detalles mejorables que ahora no vienen al caso, sí, le encantaba su trabajo. Siguieron viniéndole recuerdos a la memoria, mientras deslizaba la mano por el depósito izquierdo. Maniobras, ejercicios y evaluaciones; su antiguo destino en la línea; risas y cabreos monumentales que solían durar lo que el petardazo de un cartucho electropirotécnico. Vio la cúpula abierta y decidió subir para echar un último vistazo antes de terminar. Acuclillado en el LEX junto a la cabina, cayó en la cuenta de que andaba muy melancólico desde hacía unos días. No sabía exactamente cuántos ni el porqué, pero lo mismo que le venían cientos de recuerdos, la memoria a corto plazo le fallaba en igual medida. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para revivir mentalmente las últimas semanas. En fin, ¿se estaría haciendo mayor? Le quedaba un mes para los cincuenta y dos, era un chaval, pero estaba claro que uno no podía estar al mismo nivel que cuando se tenían veinte. Quizá fuera hora de empezar a hacer ejercicios de esos orientados a trabajar la memoria para prevenir el Alzheimer y esas mierdas, comer nueces y demás chorradas. Eso sí, nunca lo confesaría.

¿Ya eran las ocho? Últimamente, el tiempo pasaba volando, tanto que daba miedo. Se dio prisa en bajar, aquel era un día especial. Su hija Giulia, alias Polvorilla, entraba de servicio en la alarma. Mauro no cabía en sí de orgullo por aquella pedazo de mujer en la que se había convertido su bebé. Porque siempre sería su bebé. Sí, sí, tenía veintinueve años. Daba lo mismo, ella era su Nana. Su Nana, destinada también en el Ala-12, era casi sargento primero, ya que entró con los veinte recién cumplidos y de forma directa a la básica. Un ciclo superior le permitió salir de suboficial en tan solo un año y desde ahí, lo único que había hecho era despuntar como armera. Digna hija de su padre. Es lo que tiene instruir a tu niña en desmontar y limpiar pistolas en la mesa de la cocina, llevártela a pegar tiros y hacer construcciones de cartón para luego volarlas por los aires en medio del campo. Disfrutaban como enanos con un buen petardo. Mauro fue padre muy joven y perdió a María demasiado pronto. Un maldito cáncer de mama se llevó a su mujer con la misma edad que tenía ahora Giulia. Un tsunami negro que arrasó con la salud de su jovencísima esposa en un tiempo récord. Uno de los mecanismos para tirar hacia delante y combatir la pena fue enseñar su mayor pasión a su hija. Y ella era muy buena. Por esa razón, la habían propuesto y aceptado para entrar de apoyo temporal en el servicio de alarma.

Giulia era una mujer de pocas palabras, pero sus ojos te lo decían todo. Ella y Mauro habían aprendido a comunicarse con los silencios. Tal vez había sido por la pena tan grande que habían compartido y superado juntos, que les había quitado las ganas de hablar durante una buena temporada. Una discreta elevación de la comisura de los labios, una pequeña arruguita entre las cejas, una calculada caída de las pestañas o una intensa mirada directa de sus ojos miel. Ellos se decían todo lo necesario sin articular un solo sonido. Por eso disfrutaban del silencio de forma especial, pues estaba lleno de información y sentimientos.

El primero Torque se dirigió hacia la entrada de la barraca, como llamaban al edificio entre los hangares que albergaba toda la zona de vida. Cocina, sala de descanso, vestuarios… Pero antes de que pudiera agarrar el tirador, la puerta se abrió de golpe para dar paso al capitán Requena que salía medio trastabillando por la prisa. Había dado ya su relevo y se iba pitando al hospital a ver a su mujer que había empezado con contracciones. La puerta se quedó abierta y la vio. Allí estaba Giulia junto al armero saliente, estudiando con atención el libro del avión, donde estaba apuntado todo lo que tenía que ver con el mantenimiento, inspecciones, averías, armamento y configuración de sus F-18. Pensó en no molestarla mientras se ponía al día, reculó y se quedó a esperarla sentado en una de las cajas de herramientas que salpicaban la zona. Le gustaba sentarse allí en los ratos muertos. Tenía una vista global del hangar y podía controlar, desde una posición discreta, a todo el que pasara. Sí, a veces pecaba de Vieja del Visillo, pero solo a veces.

Mauro volvió a perderse en sus pensamientos.

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Giulia dedicó un buen rato al relevo. Su compañero saliente, el brigada Estévez, no tenía prisa y sabía que la sargento Polvorilla era muy minuciosa en cualquier cosa que hacía. Aparte, era nueva en la alarma y aunque no iba a hacer nada que no supiera antes, el cambio de rutina siempre requiere un poco de atención extra. Estudiaron los libros en la mesa de la oficina y luego salieron a ver los aviones. Dos misiles Iris-T, munición en el cañón, chaff a mansalva, bengalas… Giulia iba repasando todo, mentalmente, antes de quedarse sola y empezar la prevuelo. Los mecánicos, acompañados por el teniente entrante, también andaban enfrascados en sus propias novedades. La mañana estaba en marcha.

—¡Polvorilla! ¿Puedes enchufar el Turbo al titular? Vamos a empezar la prevuelo —pidió el brigada Juárez, mecánico.

Giulia sonrió y levantó el pulgar. Se dirigió al GPU y cogió el pesado cable, lo arrastró, casi en una sentadilla e inclinando el cuerpo hacia atrás, hasta el avión y lo enchufó. Luego regresó y lo encendió. La turbina que movía el generador de corriente del GPU comenzó su escandalosa canción. En un gesto automático, se puso los cascos para protegerse los oídos.

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Mauro volvió en sí. ¿Sería posible? ¿Tan metido en sus recuerdos había estado que no se había enterado del relevo? O aún peor, ¿habría echado una cabezadita, sentado en aquella caja?

—¡La senectud te mira de frente, Mauro! —dijo en voz baja, parafraseando a su padre. Se le escapó una risita al tiempo que negaba con la cabeza.

Por fin, enfocó a Giulia y la observó, absorto, unos minutos. Era como él. Cuando estaba concentrada en algo, se abstraía del mundo. Ni siquiera lo había visto, la despistada. Menudo follón montaba el GPU, esta era la vorágine mañanera que le hacía valorar tanto el silencio previo al final del servicio.

—¡Nana! —llamó por encima del ruido, aunque sabía que sería complicado que lo escuchase con los cascos puestos.

Pero Giulia se volvió sobresaltada y con la mirada un poco perdida. Una sonrisa familiar se pintó en sus labios, Mauro sonrió también. Saludó a su hija con la mano, mientras le guiñaba un ojo y la dejó seguir. Ella suspiró despacio y se dispuso a continuar, pero tuvo que llevarse la mano al estómago. Lo tenía en pie de guerra. Esa mañana no había vomitado porque no tenía nada en el cuerpo al levantarse, pero de haberlo tenido, se habría pasado un buen rato abrazada a la taza del váter. Dos rayitas rosas tenían la culpa. Solo estaba embarazada de cuatro semanas, aún no quería decir nada, únicamente lo sabía Jorge, su pareja, pero en poco tiempo tendría que comentárselo al jefe, y la sacarían de la alerta y de la línea. No podría estar cerca de un avión arrancado, las vibraciones que genera son demasiado fuertes, ni cerca de su radar. Tampoco podría coger peso; y las bombas y los misiles y los cables y los depósitos, todo pesaba un montón. Terminaría en una oficina, era lo lógico. Su único consuelo era que sería algo temporal, pero no quería pensar en eso ahora.

Mauro la contemplaba con cara de sospecha. Giulia tenía un humor complicado en los últimos tiempos. Esa mano en el estómago, ese aspecto macilento… Una chispa de ilusión se prendió en su corazón al atar cabos. ¿Estaría embarazada su niña? ¡No! Niña y embarazo eran dos palabras que no encajaban de ninguna manera. ¿Estaría embarazada su preciosa hija adulta? No podía imaginar una felicidad mayor en ese momento. Pero ella no le había dicho nada todavía. Tal vez fuera muy pronto, había que ser prudente en el primer trimestre. Eso le había dicho su amada María cuando se habían enterado de la venida de Giulia. Él había querido cantarlo a los cuatro vientos y la futura mamá le había frenado la lengua hasta que no había podido contenerlo más. El primero Torque sonrió, pero su dicha se vio empañada por un pensamiento fugaz: lo mismo no era un bebé, los gases y las indigestiones estaban a la orden del día. Bueno, si Giulia tenía algo que decirle, lo haría en cuanto estuviera preparada.

—Armamento montado, controlado. Cartuchería de las eyecciones y lanzadores, controlados. Contramedidas, chaff y bengalas, controladas… —repitió para sí misma un par de veces para no olvidar nada.

Hoy no tocaba arrancado del avión, así que fue a cerrar la compuerta 14R, la del computador de armamento, con su llave Allen antes de empezar con el mantenimiento de las instalaciones. Pero, al echar la mano al bolsillo lateral de su uniforme, no la encontró. Mauro, que supervisaba satisfecho el proceso, la vio en el suelo casi delante de su pie derecho. Se le habría salido del bolsillo en uno de los múltiples paseos que se había dado Giulia en la última media hora. Él continuaba sentado de forma plácida en su caja de herramientas, de modo que alargó el pie y le dio una patadita, mientras la chica buscaba a su alrededor. La herramienta llegó deslizándose junto a una de las manos de Giulia, que la cogió y miró con el ceño fruncido hacia las cajas de herramientas. A Mauro se le escapó una carcajada.

—Yaa, ya sé que no te gusta que te pase las cosas así. «¡Siempre en la mano, papá!». Perdóname esta vez, cielo, hoy estoy bastante cansado —dijo, cariñosamente, su padre.

Giulia fue a decir algo, pero en ese momento el teniente apareció por la puerta de la barraca y le pidió por señas que entrara. Había traído unas palmeritas de chocolate de una pastelería de Torrejón muy conocida. Era su cumpleaños y ya que le tocaba servicio, al menos el desayuno sería por todo lo alto.

—¡Apago el Turbo y voy, mi teniente! —dijo a voces, la chica.

Terminó de cerrar la compuerta que le quedaba y fue hacia el GPU.

—Me encantan esas palmeras —lloriqueó bajito, con voz lastimera—. Ojalá se queden en mi estómago… —añadió con la cabeza y los brazos alicaídos de camino al interior. Antes de entrar, al pasar junto a las cajas de herramientas, cerró los ojos un momento y, al abrirlos de nuevo, lanzó una mirada cargada de cariño.

Mauro abrió los ojos. ¿Se había dormido otra vez? Esto empezaba a ser preocupante. Buscó a Giulia con la vista, pero no estaba. Al cabo de un momento escuchó a sus compañeros y a su hija, dentro, cantando cumpleaños feliz. Esperó a que terminasen la canción y el consiguiente alboroto de soplado de velas. Unos minutos después, se oía una animada conversación que no entendió del todo.

—¡Venga, ya está bien! Pareces un abuelo sentado a la fresca en la puerta de su casa —exclamó, el cabo primero, auto-reprendiéndose.

Se levantó de forma pesada y entró en la instalación. Avanzó por un largo pasillo en busca de las voces que venían de la sala de descanso. Era curioso, a pesar de lo cansado que estaba, se sentía bastante ligero. Al llegar, encontró a los tres compañeros sentados a la mesa. El brigada mojaba una de las palmeras de chocolate en el café con cara de «Como se entere Gloria de que me he comido tres, se me va a caer el poco pelo que me queda»; el teniente devoraba otra a dos carrillos sin ningún rastro de cargo de conciencia y Giulia mordisqueaba la suya cual ratón recatado.

—¿Y qué te gusta a ti, Polvorilla? —preguntó el brigada para hacerla hablar.

Todos habían notado que Giulia estaba algo rara desde hacía unas semanas, pero les preocupaba más su tristeza. Aunque Dios sabía que tenía razones para estarlo y era comprensible. De hecho, todos lo estaban. Mucho. Pero había que subir el ánimo de alguna forma, especialmente a ella. Así que trató de sacar un tema que pudiera distraerla.

La sargento entornó los ojos, pensando bien su respuesta.

—Me gusta muchísimo cuando mi bomba explota —explicó ella, recalcando el mi—. O cuando mi misil, el que yo he montado con todo el cuidado y profesionalidad del mundo, llega a su objetivo y lo borra del mapa. Hay tantas cosas que pueden salir mal en un lanzamiento, tantos planetas que tienen que estar alineados, que cuando vuelve el avión sin el misil y el piloto me enseña la grabación con el resultado es… es… ¡simplemente perfecto! ¡Y despedir el avión! Eso de quitarle las pinzas y los seguros después de haberlo preparado… ¡Uff!

Sus compañeros la miraron con los ojos muy abiertos. Mauro supo que, a lo peor, no llegaban a entenderla del todo, pero él sí. Lo entendía a la perfección y lo compartía. Giulia destilaba ilusión cuando hablaba de su trabajo y eso era un regalo. Hubo un pequeño silencio que rompió el primero al reírse.

—¡Armeros! Luego nos llamáis flipados a los pilotos —soltó el teniente, mientras efectuaba un movimiento combinado perfecto que implicaba un mordisco a otra palmera, una carcajada y una mirada hacia la puerta donde estaba Mauro.

—¿Flipados los pilotos? —preguntaron a la vez el brigada y ella.

—¡Jamás he escuchado nada semejante! —añadió Giulia con tono de falsa sorpresa, muy mal disimulada, por cierto.

Siguieron un rato más con las palmeras, los cafés —descafeinado para ella— y las bromas. Al parecer, era una mezcla que el estómago de la sargento antigua toleraba bien. Giulia se levantó de la silla y emprendió el camino al servicio, lugar que visitaba con bastante frecuencia. Tenía que pasar por el largo pasillo donde estaban todas las fotos que los diferentes compañeros iban poniendo. Todavía no había ninguna suya, claro, era su primer día. Mauro estaba allí mismo, contemplándolas. Ella llegó a la altura de su padre y se detuvo al lado. Espera, ¡sí que había fotos de ella! Veía, por lo menos, cuatro. La primera foto era la imagen de la felicidad más pura. El primero Torque enseñaba, orgulloso, a su bebé el día que nació. La segunda, lo mostraba tapándose la nariz a causa de un pañal hecho un rebuño, que llevaba en la otra mano; una rechoncha Giulia de cinco meses reía desde el cambiador. En la tercera, Mauro cogía en brazos a su niña de seis años; el cono del helado que ella sostenía en un ángulo imposible había decidido dejar caer la bola justo en el momento de la foto y los dos la miraban con cara de tragedia. La última foto era de hacía un par de años; Mauro y ella estaban de pie frente a un F-18 de la línea, el padre abrazaba a su hija por los hombros y con la otra mano blandía su famosa llave dinamométrica. Giulia aparecía casi doblada sobre sí misma por la risa. No pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Mauro se había quedado paralizado mirando una quinta foto. Una que estaba en el centro de la pared, rodeada por todas las demás. Oficiales, suboficiales y tropa arropaban esa foto que él no conocía y, sin embargo, protagonizaba. Todos compañeros, todos amigos, todos familia. Giulia desvió la vista hacia esa imagen. Un viejo y conocido dolor apretó su corazón, sin clemencia. Superaría aquello, o no. Quizá, simplemente, aprendería a vivir con ello, pero saldría adelante con el tiempo. La habían educado así. Ahora necesitaba llorar y apoyarse en su propia familia. Volvería a ser feliz por su futuro hijo y… por él.

Giulia depositó un delicado beso en las yemas de los dedos de su mano derecha para luego posarlas, con sumo cuidado, sobre esa foto. No quería que se desvaneciera como él, por eso la rozó como una pluma.

—Vas a ser abuelo, papá —susurró con apenas un hilo de voz.

Mauro sintió que lo cubría un calor maravilloso. Se volvió hacia su hija y le acarició la mejilla.

—Tu madre y tú sois mi amor, y mi orgullo más grande. Quiero que lo recuerdes siempre, Nana.

Giulia giró la cara casi en cámara lenta. Su mirada, ya desbordada, paseó nerviosa por el pasillo vacío al tiempo que se tocaba la mejilla. ¿Estaría volviéndose loca? Acababa de sentir a su padre tocándola. Incluso habría jurado que, por un segundo, había captado su olor. Igual que lo había escuchado llamándola al ponerse a trabajar en el avión, igual que lo había sentido al coger la llave que se había deslizado hasta ella desde no sabía dónde, igual que notaba su presencia al mirar aquellas cajas de herramientas. Su padre estaba con ella.

Mauro comprendió todo al ver su foto vestido de gala y aquel lacito negro en el marco. De pronto, toda esa bruma que envolvía las últimas semanas se despejó de golpe; y las imágenes del infarto, el hospital con todo el personal médico intentando lo imposible, Giulia y Jorge junto a él entraron en su memoria. Luego, ese momento ingrávido que no supo interpretar. Pero no había dolor, solo conocimiento y una certeza absoluta de que su vida, con sus luces y sombras, había sido lo que él había querido; y la había disfrutado a más no poder. Ahora volaría junto a María, y lo haría tranquilo, sabiendo que su hija sería feliz, una madre maravillosa, una mujer de bandera y ¿por qué no?, una apasionada como él de su querido F-18, su ejército y su España.

Mauro Conti, el primero Torque, besó la frente de Giulia con una sensación de serenidad que nunca antes había experimentado. Nana cerró los ojos, pues notó, sin duda alguna, el contacto. Una luz brillantísima envolvió a Mauro y, un instante después, se marchó con una sonrisa. Giulia permaneció un momento en la misma posición. Dos grandes lágrimas rodaron por sus mejillas, dejando unos pequeños caminitos. Respiró profundo dos veces y analizó su interior. Seguía triste, pero se sentía más liviana. Era como si una mochila pesada se le hubiera caído de los hombros. Una que llevara piedras de culpa, palabras no dichas, cosas por hacer con su padre, anhelos. Y hubiera sido sustituida por una capacidad que tenía guardada y llena de polvo: aceptación.

El brigada pasó por el final del pasillo y la vio quieta frente a la pared. Sabía por qué estaba allí y le dieron ganas de abrazarla o consolarla de alguna manera. Todos echaban de menos a Mauro, el querido primero Torque.

—¿Estás bien, Giulia? —preguntó con cuidado, aunque ya sabía que no. Más que la respuesta de ella, que fue escueta, fue su rostro el que lo sorprendió.

Giulia abrió los ojos y, con gesto sosegado, sonrió a su compañero.

—Estoy bien, mi brigada.

Sin decir nada más, se dirigió a la puerta de la barraca, salió al hangar y rebuscó en una caja de herramientas hasta que la encontró. Sabía que estaba allí y ahora parecía que dolía un poquito menos. Cogió la llave dinamométrica de su padre, la miró unos segundos con ternura y la metió en el bolsillo lateral del uniforme, dispuesta a llevarla consigo siempre que pudiera.

Vicky. 7 min.

Este relato lo escribí para participar en un concurso de Halloween en el grupo Acordes literarios de Facebook. Está escrito bajo las condiciones del concurso en cuanto a temática (terror) y número de palabras. Puedo decir con orgullo que me llevé el primer premio y gané una estupenda cesta llenita de chocolates y chuches.

Apaga la luz si te atreves. Que lo disfrutes…

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Hay dos maneras de entrar en un instituto nuevo: como una pringada a la que se comerán con patatas los bullies o por la puerta grande. La forma para ser una pringada es llegar el día uno y tratar de pasar desapercibida y así, el resto de tu vida. Al final, los depredadores verán tu debilidad y… ¿adivináis qué? Os devorarán. Para entrar por la puerta grande hay que dar el campanazo desde el primer momento. Yo tengo suerte porque soy una chica sociable por naturaleza y el físico me acompaña. Sí, sí, eso suena muy superficial, pero es una triste verdad que el físico importa en este microcosmos de hormonas y selfis. Lo único que hago es jugar mis cartas. La cuestión es que para triunfar hay que hacer algo increíble y, tras un mes aquí, esta noche será mi oportunidad.

Llevo escuchando historias sobre este instituto desde antes de mudarnos. Por lo visto, una chica de dieciséis años, Vicky, tuvo un rollo con un profesor y cuando el capullo se la tiró, le salió con que eso estaba mal, que era un delito al ser una menor, que estaba casado… Toda esa mierda estaba ahí cuando empezaron el jueguecito y el profesor modelo permitió que pasase. Consiguió lo que deseaba y la dejó tirada. Ella, simplemente, no pudo soportarlo. Todo el mundo se enteró y el cabrón del profesor le echó la culpa diciendo que le había provocado, que le emborrachó. ¿Quién se cree esa basura? Nadie. Denuncia, sanción y expulsión para él; para ella, suicidio.

Se cuenta que, cuando el insti cierra, la chica se pasea por los pasillos muy pero que muy cabreada. Dicen que tiene especial predilección por el aula donde echaron el polvo maldito. Mi amiga Maca dice que a una amiga suya tuvieron que ingresarla una semana por un ataque de pánico horrible. Su amiga había tenido que quedarse en el aula de refuerzo un par de horas, pero se alargó la cosa y se le hizo de noche. Cuando estaba a punto de salir por la puerta principal, vio a Vicky al final del pasillo. La puerta principal se cerró de golpe tras ella y, en un segundo, Vicky, que estaba a unos veinte metros, apareció frente a ella con la cara descompuesta y una sonrisa infernal. La amiga de mi amiga soltó el grito de su vida, el más creepy y aterrado que os podáis imaginar. Maca está segura de que su amiga se salvó porque el bedel llegó corriendo al escucharla y Vicky se evaporó.

Obviamente, no me creo nada y como quiero demostrarlo, hoy me quedaré hasta las nueve. Habrá anochecido de sobra y solo estará el bedel en su cuarto, haciendo a saber qué. Seré la primera alumna que demuestre que todo eso de Vicky es chatarra, daré el campanazo y tendré asegurado mi éxito aquí forever.

***

20:30 h. Llevo en el aula de marras dos horas y media y no ha pasado nada, como era de esperar. He repasado los dos exámenes de mañana y me he visto todos los vídeos de Tik Tok que tenía pendientes. La verdad, me voy a ir ya a casa. Un ruido lejano en el pasillo me hace mirar a la puerta. Debe ser el bedel que viene a decirme que me vaya, así que empiezo a meter todo en la mochila. Hace frío aquí, no me había dado cuenta antes. ¡¡¡Bum!!! Un golpe terrible en la puerta del aula hace que me gire de forma brusca. Me quedo quieta unos segundos recuperando el aliento. ¿Se escucha fuera una canción? Al terminar de cerrar la mochila me la cargo en un hombro y justo cuando voy hacia la llave de la luz… ¡¡¡Bum!!! Otra patada a la puerta.

⸻¿Pero qué coño pasa? ⸻digo en voz baja.

El nuevo golpe me ha puesto el corazón a mil, pero decido seguir adelante porque la idea de que algún otro alumno haya venido a tocar las narices no es nada descabellada.

Alargo la mano para coger el pomo de la puerta y ver quién es. ¿Qué? No se abre. ¡¡¡Bum!!! Otro impacto. Esta vez lo noto en el cuerpo porque estoy agarrada a la puerta y… una risita al otro lado.

⸻¡Vale! Muy graciosos, pero llegáis tarde. ¡Me piro ya! ⸻mi voz llena la estancia con un pequeño eco. No hay respuesta.

Me quedo en silencio y de pronto, una silla chirría al final de la clase. Vuelvo la cabeza despacio al mismo tiempo que una intensa inquietud empieza a pasear por mis venas. El aula es bastante grande, debe haber unas doce líneas de mesas. Algo pasa frente a mis ojos. De forma instintiva lo aparto con la mano, pero caigo en que es el vaho de mi propio aliento.

⸻Qué frío… ⸻susurro, asustada. Sí, ya estoy asustada. Que alguien esté fuera tratando de que me cague de miedo es una cosa muy posible, pero aquí no hay nadie más que yo. La luz de los fluorescentes del techo empieza a parpadear y en el último destello veo algo ⸻. Mierda…

Lo último que mis ojos han podido ver antes de quedarme completamente a oscuras es una figura al fondo de la clase. Estaba ahí parada como si fuera de cera. La cabeza gacha, el pelo enmarañado recogido en una coleta mal hecha. Lo único que oigo es mi respiración histérica y entrecortada. Es absurdo preguntar quién es, ya lo sé. Un repentino resplandor de los fluorescentes me revela que ella sigue ahí con la cabeza en la misma posición, pero esta vez me está mirando y… sonríe. Oscuridad de nuevo. El terror se ha adueñado de mí y trato de abrir la puerta pegando tirones. No me sale la voz, solo lloro al imaginar lo que pueda pasarme. La luz vuelve a parpadear y el corazón se me para al ver a la intrusa a mi lado. Su mirada, vacía y negra, hace que me quede quieta con los ojos clavados en los suyos. Apenas capto el rápido movimiento de su mano delante de mi cuello. Ni siquiera puedo gritar cuando mis manos tratan de presionar el profundo corte que me ha hecho en la garganta. Escucho un murmullo ronco.

—Jódeeeteee…

Mi vida con sueño. 11 min.

Mi vida con sueño es el primer capítulo de una novela romántica contemporánea con mucho humor. Si te estás preguntando por qué se quedó en un proyecto, te diré que la cabra tira al monte y me embarqué en una historia de ficción sobrenatural, que es lo que más me gusta. Esa novela, por cierto, si Dios quiere, verá la luz este año.

Mientras tanto, te dejo con Maite. Ella misma se va a presentar. Aquí no te recomiendo que apagues la luz, como en otros relatos más tenebrosos. Aquí, lo ideal sería hacerse con un mojito y una buena tumbona reclinable.

¡A leer!

֍

Si me hubieran contado hace dos años cómo iba a estar yo ahora mismo, hubiera preguntado qué tipo de porro se habían fumado, luego me hubiera reído mucho y, como punto final, habría pedido una caladita.

Afortunadamente, nadie me contó nada porque me tendría que haber comido todas y cada una de mis palabras y carcajadas. Esta vida puede ser muchas cosas, entre ellas, sorpresiva y, definitivamente, nunca puedes decir «de esta agua no beberé… y este cura no es mi padre».

Os voy a contar cómo mi vida se puso patas arriba en cuestión de veinticuatro horas, pero antes haré una breve presentación de mi persona para que no digáis que os habéis sentado a leer la vida de una completa desconocida.

Me llamo Maite, tengo cincuenta años, una niña de quince (o eso parece a ratos) y un marido, miento, tenía un marido. Sí, un día tenía marido y al siguiente, no, así de fácil. También tenía un trabajo y horas más tarde, tampoco. Como podréis imaginar, las dos cosas pasaron al mismo tiempo.

No sé si os interesa mucho, pero os cuento que físicamente pues no estoy mal, oye. Estatura media de mujer española, ojos miel (vaale, marrón claro), castaña con mis mechitas y aficionada a las frikis de Instagram que hacen deporte. No soy un pivonaco de culo de acero, pero de momento, nada se tambalea en plan flan Dhul.

¿Qué más os puedo decir? Siempre tengo sueño, da igual las horas que duerma. No estoy enferma, ya lo pensé yo también. Es que soy así, una marmota, un perezoso de la vida, una cesta de gatetes junto al fuego. También os digo que tener sueño no me impide estar activa y hacer todo lo que tengo que hacer. El truco es no sentarme callada más de cinco minutos. Si esto pasa, olvidaos de mí, estaré babeando entre ronquiditos cuando os queráis dar cuenta. Por lo demás, soy una chica de lo más normal.

He dicho chica, consciente soy (por parafrasear al gran Yoda). Si os parece que estoy siendo generosa en exceso conmigo misma, puedo llamarme cincuentañera, pero lo de cincuentona… ni se os ocurra. Además, si no soy generosa conmigo misma ¿quién lo va a ser? Mi marido ya os adelanto que no.

Mi querida hijita de quince años. Sandra se llama la criatura. Venga, no voy a quejarme, no me ha salido drogadicta, ni muy ligera de cascos, con eso voy servida. Tiene sus cosas de quinceañera rock and rollera, con su tormenta hormonal a ratos insoportable, pero supongo que ella lo pasará peor porque son suyas (yo es que ya no me acuerdo).

Llegamos a mi ex. «Mi exxxx», qué raro suena. Amigos del barrio de toda la vida, empezamos a salir a los dieciocho y nos casamos a los veintisiete. Tras muchos intentos y negativos en unas pocas in vitros, tuvimos a Sandrita a los treinta y cinco, y hasta ahora.

¡Ale! Treinta y dos años de relación resumidos en una línea y media. Y os preguntaréis por qué se ha ido todo al garete, pues no creáis que yo lo tengo tan claro. La versión oficial dada por Luís (que así se llama el personaje), no me ha terminado de convencer. A ver qué os parece a vosotros.

Según él, la rutina le ha sobrepasado. Dice que quiere vivir nuevas experiencias, que su trabajo no le aporta nada y que soy la única mujer con la que ha estado.

Punto uno: rutina. No sé qué tipo de vida quería haber llevado, pero chico, si querías ser un 007 haberte metido a trabajar en el CNI, haber sido un actor empotrador o ¡yo qué sé! Nos pegábamos nuestros viajecitos, quiquis en el Renault 5, alguna cenita… Hijo, lo normal.

Punto dos: nuevas experiencias. ¿Como cuáles? ¿Escalar el Everest, tirarte en paracaídas, irte de retiro espiritual seis meses? Creo que nada de eso implica dejar a tu familia, llámame loca.

Punto tres: si no te gusta tu trabajo busca otra cosa. ¡Ah! Que es difícil que contraten a un hombre de cincuenta años (efectivamente, él es un hombre, no un chico). ¡Pues hazte Youtuber y habla de tus movidas! Todos podemos tener nuestro público, seguro que no eres el único machote en crisis existencial.

Y por fin, el mejor, el punto cuatro: ¿¡tendré yo la culpa de que no haya echado más polvos antes de empezar conmigo!? Porque ya tenía bastantes pelos en el… ¡Bueno, ahí!

¿Sabéis qué os digo? Que todo eso es farfolla. Si hubierais visto su cara al contármelo, estaríais conmigo. Manos en los bolsillos para ocultar sus manos, paseando de un lado a otro como María la Tonta, mirada al suelo, sudoroso perdido. ¿A qué huele todo eso? Exacto, ¡culpabilidad!

¡Se le ha cruzado otra y ya está! Lleva pasando desde el principio de los tiempos, pero yo pensaba que a nosotros nos iba bien. No éramos el sumun de la originalidad sexual, ni llevábamos una vida de espías encubiertos, pero si tienes que llevar a la niña a voleibol, arreglar el atasco del desagüe del baño de arriba por culpa de una bola de pelo del tamaño de un gato acostado y acercarte a Mercadona a por berberechos, ¡es que no da tiempo a operaciones especiales antiterroristas!

Quizá, pensado en frío, no supe ver las señales. Cierto es que su comportamiento extraño lo achaqué a una crisis de los cuarenta tardía. Por ejemplo, cuando me salió con que quería una moto o el curso de Master Chef, las clases de Crossfit, que lo dejaron baldado en menos de una semana… ¿Qué quería? Mucho se reía de mí cuando me veía pegando botes frente al móvil en alguna clase de GAP por Instagram. ¡Que qué hacía a mis años siguiendo clases de veinteañeras! Me preguntaba con sorna. Y entonces va él y se pone a hacer Crossfit con los apretados del gimnasio (así como seis lustros más jóvenes) de un día para otro.

¡Pero si se movía menos que Don Pimpon en una cama de velcro! Resultado: deslomao perdido.

Así que, a pesar de no ser un hecho confirmado, os digo que hay alguna pelandrusca de por medio. ¿Si no, de qué iba apuntarse al gimnasio?

He llorado mucho, ¿eh? No creáis que, aunque mi tono es desenfadado y no de plañidera total, no lo he pasado mal. Después de todo es una persona que ha estado en mi vida siempre. Como os dije, éramos amigos del barrio desde bien niños y hemos compartido de todo mi Luisito y yo.

Cuando me dijo que lo había pensado mucho y que, por fin, había tomado la difícil decisión de dejarme, obviamente, yo intenté que cambiara de idea. Hablé con él, le ofrecí cambios y alternativas, apelé a todos nuestros años de amistad/amor, a nuestra hija… Hasta que llegó un punto en el que me di cuenta de una cosa. No puedes obligar a nadie a quererte y Luís ya no me quiere, tan simple como eso.

A ver, sí me quiere, pero no de forma romántica. Entonces, tras dos meses de catatonismo ilustrado máximo, he llegado a una serie de conclusiones:

1ª: Tengo que asumirlo y punto.

2ª: Tengo que buscarme la vida. Necesito nuevo trabajo y nuevas distracciones.

3ª: Tengo que reconocer que ha sido valiente.

Sí, me guste o no, ha sido valiente. Otro en su lugar, se hubiera quedado donde estaba, cómodo en su rutina, y habría cascado unos cuernos (de haber habido otra, que aún no lo sabemos) o no hubiera hecho nada por cambiar una vida que ya no le llena. Y eso, amigos y amigas, es igualmente triste.

A mí me ha desbaratado todo el plan y a Sandrita pues, no sabría deciros porque esta niña cada vez habla menos, solo te mira como sospechando. Pero es lo que hay.

Venga, el tema del trabajo. Parece que Luís y mi antigua empresa se coordinaron para darme el zasca en el colodrillo el mismo día.

Yo llevaba media vida trabajando para Muebles FEGARPE, una de esas tiendas que viven continuamente en liquidación. ¿No se dan cuenta de que eso ya no cuela? En fin, Muebles FEGARPE. Ayudé a levantar esa empresa, estaba ahí cuando inauguraron, aporté ideas, les ayudé a salir de algún pufo que otro por las malas cuentas que echaba la petarda de contabilidad. ¡Por Dios, que son dos décadas! ¡Ea! no ha importado mucho. No había pestañeado tres veces seguidas tras la comunicación de divorcio de Luís, cuando me llegó un Whatsapp de mi jefe, diciendo que tenía que hablar conmigo. Aún tengo que agradecerle que lo mandara él y no el de recursos humanos. Habrá sido por los viejos tiempos.

Todo el mundo sabe que cuando alguien te dice eso de «tengo que hablar contigo» es algo malo, no hay otra opción posible. Y así fue, esa misma tarde me dio el finiquito, aludiendo a la mala racha que pasábamos. Con todo el dolor de su corazón tenía que deshacerse de parte de la plantilla para poder sobrevivir y no cerrar. Qué curioso que su recién llegada secretaria (a la que alguien debería invitar a un cocido y que sobrepasa la mayoría de edad con mucho esfuerzo), no ha entrado en ese grupo de despidos.

¡Pues a tomar viento! ¡Me da igual! Ya estaba harta de trabajar en una tienda con un nombre tan rematadamente feo y poco original. ¡FEGARPE! ¿Pero qué demonios significa eso? Os lo voy a decir para que comprobéis el nivel de estrujamiento cerebral que tuvieron al elegir el nombre del negocio. FERNÁNDEZ, GARCÍA Y PÉREZ. ¡Toma ya! No me extraña que haya ido poco a poco a la quiebra porque, está claro, el karma ha hecho su trabajo.

Menos mal que tengo a mis amigas siempre dispuestas a apoyarme moralmente y a lo que haga falta. Según algunas de ellas, no todas, ya descubriréis por qué digo esto, que Luís me haya dejado es de las mejores cosas que me podían pasar. Lo del trabajo les ha gustado menos, ya que les hacía descuentos sobre las liquidaciones de los colchones y cosas así. ¿¡Habré ayudado yo misma a que la tienda haya entrado en crisis!? Si es así, esto hubiera sido un hecho inevitable, algo escrito en las páginas del Gran Libro del Destino. Pensaré en ello más tarde.

Todo esto ocurrió hace cuatro meses y ya he hecho mis deberes. He salido del shock, he suplicado, he llorado un montón, me he echado la culpa, luego se la he echado a él, he vuelto a llorar, me he cabreado con todo, lo he asumido y por fin, estoy bien.

Y diréis ¿cómo es posible que haya superado en cuatro meses la ruptura de tantos años de relación? Pues porque tengo cincuenta primaveras y, como dice mi Sandrita, «mamá, te la sopla todo, pero mazo». No puedo perder tiempo, si tengo que volver a ser feliz, hay que empezar ya. Por eso esta tarde hay aquelarre en mi bar favorito. Todas mis mejores amigas estarán allí dispuestas a poner a mi servicio toda su sabiduría femenina y experiencia vital. Mientras tenga un mojito entre las manos, yo seré toda oídos.

De otro tiempo. 6 min.

En este caso, el relato lo escribí para un concurso de la revista Elle cuando algún dinosaurio aún paseaba por la tierra. Nunca supe el fallo del concurso, pero siempre pensé que podría utilizarlo como comienzo de una novela con saltos en el tiempo.

¡Espero que te guste!

֎

Había paseado cientos de veces por la recoleta Rose Street en Londres, pero nunca había reparado en ese pequeño local que me atrajo magnéticamente.

Ya dentro, noté algo diferente. El ambiente, aquella penumbra, el olor… Era como si un aura sepia impregnase todo, como de otro tiempo. A mi alrededor, se alzaban estanterías llenas de gruesos libros con lomos de piel en granate y verde botella, también objetos vintage, como decimos ahora. Un gramófono, el típico teléfono de rueda… Obviamente, debía haber entrado en una tienda de antigüedades.

Observé un precioso bolso de mano y me acerqué. Contenía un libro, que abrí con mucho cuidado, y descubrí con asombro, que era un diario. Alguien se lo habría dejado ya que no parecía estar a la venta, por lo menos no tenía etiqueta con precio alguno. La curiosidad hizo que lo cogiera todo y me acercara al mostrador para mostrárselo a la dependienta.

La mujer se dirigió hacia mí sonriente. Impresionaba, me recordó a Rita Hayworth. Pelo oscuro y con suaves ondas hasta los hombros, labios rojos, vestido camisero con cinturón, que marcaba su pequeña cintura. Impecable.

⸻Buenas tardes, ¿qué desea? ⸻preguntó, amable.

⸻Hola, he encontrado un bolso con un diario, sin cartera. ¿Está a la venta o podría haber sido olvidado por alguna clienta?

⸻No están a la venta, exactamente, digamos mejor, a la espera ⸻sonrió de nuevo ⸻. Mi tienda no es de objetos usados, pero ayer vino una mujer e insistió en dejar este bolso y su diario aquí. Dijo que una joven de extraño aspecto vendría pronto y tenía que llevárselos para leerlo y conocer su historia, pues esta iba a influir, de un modo u otro, en su vida mucho tiempo después.

La mujer me miró con una expresión simpática al levantar las cejas.

⸻Es muy raro, ¿verdad? ⸻preguntó con un tono que parecía retarme a aceptar aquellos objetos.

Mientras yo reaccionaba, se dio la vuelta y encendió una vieja radio que tenía detrás, bajó un poco el volumen. Cuando se volvió otra vez dijo, simplemente, que aquello era para mí. Eso me convertía en la joven de extraño aspecto. Iba vestida con vaqueros, camiseta, botas y un pañuelo al cuello. ¿Qué tenía yo de extraña?

En ese momento entraron dos chicas jóvenes cogidas del brazo, llevaban trajes de dos piezas con falda midi. Ambas lucían unos sombreritos algo ladeados y guantes de redecilla fina hasta la muñeca. Se reían mientras taconeaban hasta nosotras. En shock, me aparté del mostrador y dejé que las atendiera.

Empecé a prestar verdadera atención a cada detalle de aquella situación. Ese ambiente, la ropa de las mujeres, los objetos de la tienda y… la música de la radio. Sonaba uno de aquellos grupos de los años cuarenta. Las típicas tres voces femeninas que cantaban con una gran orquesta, vestidas de uniforme de la segunda guerra mundial. Estaba bastante claro que la que no cuadraba allí era yo.

⸻Perdón, ¿cuánto cuestan? ⸻interrumpí un poco ausente.

⸻Lléveselo. ¡Y suerte en su viaje de vuelta a casa!

Fue la cálida respuesta de la mujer, que acompañó al guiño de uno de sus bonitos ojos. Envuelta en una nube de incertidumbre, asentí a modo de agradecimiento y cogí los dos objetos.

Salí de la tienda cuando Sinatra comenzaba a cantar. Di unos pocos pasos al mismo tiempo que abría el diario. En la primera página había una breve nota: «Ojalá saber de mí a tiempo, te ayude. Afectuosamente, Marian. Para Marta, en 2014». Sin aliento, busqué la primera fecha: «21 de enero, 1945».

Despacio, me volví hacia la tienda. Un torbellino de preguntas se agolpaba en mi cabeza. Quizá la dependienta pudiera darme una descripción de la mujer que había dejado todo esto para mí. Es posible que la hubiera visto, aunque fuera de pasada, por la calle. O, tal vez, algún conocido mío supiera quién es. Pero, donde había estado la puerta hacía unos segundos, no había nada. Únicamente, la fachada de un edificio de viviendas de cuatro pisos. Aquello era un sinsentido, aunque sí tenía una certeza. Mis manos sostenían dos objetos reales.

Corrí a casa para leer el misterioso diario sin creerme aún, que una mujer de hace casi setenta años hubiera escrito algo dirigido a mí. Más extraña e inquietante todavía, era esa primera frase que, leída con detenimiento, parecía llevar implícita una advertencia.

La noche en que nada pasó. 25 min.

 

Bueno, pues aquí tienes mi primer relato (de adulta, claro). Te voy a contar un par de chascarrillos sobre él, verás.

En aquel 2006 yo llevaba un año escaso en el Ejército del Aire. El búnker que describo, las instalaciones, los jardines… están inspirados en la unidad en la que yo trabajaba, dedicada a vigilar el espácio aéreo español. De hecho, esta pequeña historia fue escrita en la sala de seguridad de la que hablo, ya que mi función era la del soldado Nieto.

Cogí por banda a compañeros de la sala de control (tropa, suboficiales y oficiales) y les estuve pregutando cuál sería el protocolo a seguir si apareciera en sus pantallas alguna cosilla extraña (y aparecen, que lo sepas). Obviamente, esto es pura ficción, pero me gusta documentarme para que haya una base real en todos mis escritos. Luego hago (o no) de mi capa un sayo.

A día de hoy, diecisiete años después (¡venga hasta luego!), seguro que los protocolos habrán cambiado. Los que entendáis de esto, sed buenos conmigo, please.

En el año del accidente que detallo, ya había aviones C-130 (T-10) Hércules en nuestras fuerzas aéreas. También enganché a mi amigo Tony (expiloto de caza F-18) para que me explicara cómo podía ser un accidente real con los datos que yo le daba.

Resumiendo: como escritora de ficción y buena Antoñita la Fantástica, me gusta inventar, pero ¡tampoco hay que pasarse!

¡Ya te dejo leer! Si apagas la luz y aprovechas un momento de soledad, lo disfrutarás más (o, tal vez, no…).

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España, Aeródromo Militar de la Zulema, búnker UVIARS (Unidad de Vigilancia Aérea de Reserva Sur).

El Aeródromo Militar de la Zulema era una pequeña base del Ejercito del Aire ubicada en la provincia de Cádiz. Unas pocas instalaciones esenciales para una torre de control y dos Unidades formaban este complejo creado, principalmente, para albergar el búnker dedicado a la vigilancia del espacio aéreo español y el ETDR, el Escuadrón de Tratamiento de Datos Radar. La pista de aterrizaje, aunque se utilizaba en contadas ocasiones, seguía en uso.

La UVIARS fue creada como sistema de reserva por si alguno de los dos principales Grupos de Control Aéreo de España caía o necesitaba apoyo. Pero esa semana la importante misión de custodia aérea la llevaba el pequeño aeródromo, ya que el Grupo Norte no se encontraba operativo y el Central, participaba en unos ejercicios conjuntos con la OTAN que requerían toda su capacidad.

30 de julio de 2006. 22:00 h.

Daniel Nieto, soldado profesional con seis años de experiencia, había entrado de guardia de veinticuatro horas. Su destino: la Sección de Seguridad del búnker. El día había transcurrido tranquilo, como era habitual. En su pequeña oficina, o pecera, como la llamaban ellos, vigilaba las diferentes cámaras que había repartidas por la unidad y chequeaba el acceso a los diferentes controladores aéreos que entraban y salían del búnker en sus respectivos turnos y descansos. Había quedado con su amigo, el soldado Villa, que ese mismo día tenía turno de noche como operador en la sala de control.

Para cuando Villa llegó, Nieto llevaba trece horas de servicio. Tenía la cabeza embotada por la iluminación de la estancia y las pantallas, pero en diez minutos su compañera de guardia volvería de cenar y podría salir un rato.

⸻¡Ey, Nieto! ¡Qué pasa! ⸻saludó Villa, fresco como una lechuga, al mismo tiempo que se apoyaba en el mostrador de la oficina.

⸻¡Qué hay, tío! Más aburrido que cansado, aunque me duele un poco la cabeza, pero bueno… Ahora vendrá Chus y podré salir a estirar un poco las piernas. Puedo meterme un rato en la sala grande contigo. Está todo muy tranquilo, así que no creo que el teniente ponga pegas.

Nieto se estiró gesticulando.

⸻Ok, nos vemos ahora, entonces, voy a ir haciendo el relevo. ¡Empieza otra noche emocionante!

Nieto pulsó el botón de la cerradura electrónica que abría la puerta de acceso al búnker y Villa desapareció por el pasillo con una sonrisa irónica en los labios. Momentos después, estaban los dos compañeros sentados frente a una de las consolas de la enorme sala, donde los controladores seguían el tráfico aéreo. Mientras hablaban del último videojuego que se habían comprado, Villa escrutaba la pantalla donde aparecían las trazas de los diversos aviones que en esos instantes sobrevolaban España. No había mucho movimiento. En el sector que le tocaba vigilar al soldado operador tan solo había tres vuelos. De pronto, por en rabillo del ojo, este vio que, sobre una de las trazas que identificaban cada aeronave, aparecía una señal de alarma. Consultó el código que mostraba la pantalla: «Fallo mecánico en la aeronave». Inmediatamente, Villa activó varios filtros para comprobar el indicativo del avión, su altura, la velocidad. Se sorprendió mucho al ver que el indicativo del aparato le era desconocido, con una secuencia alfanumérica que no había visto antes y que la altura a la que volaba era anormalmente baja para ser un avión comercial si es que lo era.

Villa no perdió tiempo. Llamó al suboficial de guardia e informó a los compañeros de Identificación.

⸻¿Qué hace ese indicativo ahí? Hoy no ha dado ningún fallo el sistema, que yo sepa ⸻dijo el brigada, inclinándose un poco hacia la pantalla⸻. Además, esa altitud no tiene sentido a no ser que esté en serios problemas o sea una aeronave muy pequeña. ¿Tenemos contacto radio?

⸻De momento no, iba a intentarlo ahora.

⸻Si tiene traza, tiene plan de vuelo. Compruébalo.

Villa se puso a ello. La sorpresa se apoderó de todos cuando la línea que dibujaba la ruta del aparato tenía como destino la pequeña pista de su aeródromo.

—¿Pero qué…? No tenemos ninguna llegada hoy. ¿Hemos recibido algún teletipo de última hora y no se me ha informado? ⸻preguntó el suboficial, dejando entrever su incipiente cabreo.

—No, mi brigada. Voy a tratar de contactar con él.

—Bien. ¡Identificación! Hablad con las agencias de identificación civiles y que confirmen que ellos también lo ven. ⸻El brigada giró sobre sus talones y se alejó un poco de las pantallas, paseándose por la sala⸻. Ese tipo de indicativos son muy antiguos, ya no se utilizan. El caso es que… ese me suena de algo, pero no lo acabo de ubicar.

Mirando al suelo y frotándose la barbilla, el suboficial daba grandes zancadas tratando de recordar. Había algo en su memoria que parecía tratar de permanecer escondido.

⸻Aeronave con rumbo aeródromo de la Zulema, altura 4000 pies, velocidad 115 nudos. Sobrevuela espacio aéreo OTAN, comunique situación e intenciones.

Villa había sintonizado la frecuencia de emergencia y esperaba una respuesta.

⸻¡Mi brigada! Las agencias civiles no ven nada ⸻exclamó uno de los cabos de Identificación.

Todos sondearon la cara del suboficial, que en ese momento fijaba sus ojos en algún punto de la pared más lejana. Les pareció que una sombra de preocupación nublaba de forma fugaz su mirada.

⸻Voy a informar al controlador principal, seguid intentando el contacto radio.

El hombre abandonó la sala en dirección al despacho del oficial de servicio.

A los cinco minutos irrumpió de nuevo en la estancia, ahora seguido por el teniente.

⸻¿Sigue sin haber contacto?

El teniente Prado miró a los soldados con gesto serio.

⸻Sí, mi teniente ⸻respondió Villa.

El soldado empezaba a inquietarse, miró un momento a su amigo Nieto que observaba en silencio toda la escena. El chico estaba tan quieto que nadie había reparado en él.

⸻Tiene que ser un error, ese tipo de indicativo no se usa desde hace veinte años, por lo menos ⸻comentó el oficial con tono ausente.

⸻¡Perdón, mi teniente! ⸻Villa rompió el silencio—. Hay un helicóptero de la Guardia Civil sobrevolando esa zona. Si lo ve necesario, puedo pedirle por radio que se acerque a las coordenadas para echar un vistazo. Está bastante cerca.

El oficial echó una rápida mirada al brigada y luego miró al muchacho. Accedió con un movimiento de cabeza. El operador pidió una frecuencia privada de radio y, tras ponerse en contacto con el helicóptero, comenzaron a hablar por ese canal.

Echo, Charlie, Delta 15; aquí Fénix 5, ¿me recibe? ⸻llamó Villa.

⸻Aquí ECD15, ¡adelante Fénix 5! ⸻respondió el piloto del helicóptero.

⸻ECD15, tenemos una traza en pantalla. No hay contacto radio y vuela en condiciones extrañas, quizá tenga problemas. La aeronave se encuentra muy cerca de ustedes, ¿podrían acercarse para confirmación visual? Les paso las coordenadas.

Transcurrieron unos segundos en los que Villa supuso que estarían comprobando la distancia de las coordenadas a su posición.

⸻Afirmativo, Fénix 5. Ya nos íbamos, pero está aquí al lado. Iniciamos acercamiento para reconocimiento visual.

Se hizo el silencio en el altavoz. En la sala de control el pequeño grupo observaba en la consola cómo el helicóptero se iba acercando a la aeronave desconocida. Al cabo de unos minutos, los dos aparatos se supone sobrevolaban la misma zona. La voz del piloto comenzó a escucharse de nuevo.

⸻Fénix 5. La supuesta aeronave aparece en nuestro radar, pero no hay contacto visual. He comprobado las coordenadas tres veces… Qué raro, la noche está completamente despejada, deberíamos verlo.

El rostro de todos pasó de la extrañeza al asombro al escuchar al piloto de la Guardia Civil.

⸻ECD15. ¿Está seguro? El aparato existe físicamente, tiene que estar ahí.

⸻Fénix 5. Aquí no hay nada.

La radio se silenció.

El oficial miró, ceñudo, al brigada. Justo cuando Villa iba a agradecer el favor al piloto del helicóptero, el altavoz volvió a emitir.

⸻¡Un momento! Sí, veo algo. Una especie de avión de carga, como a unos cien metros delante de nosotros.

¡¡¡Grrrrsss!!! Unas interferencias interrumpieron al piloto.

⸻Es muy difuso, no lo distingo bien, ¡pero es bastante grande! ⸻dijo, sorprendido.

¡¡¡Grrrsgrrsssrs!!!  Las interferencias se hicieron más fuertes.

⸻Parecen un…

¡¡¡GRRSSSRSSS!!! Todos los allí presentes dieron un respingo al escuchar el volumen de los sonidos que irrumpían por el altavoz.

⸻¡… cules!

Fue lo único que entendieron al piloto del helicóptero.

⸻ECD15. ¡Repita, por favor!

La voz de Villa sonó seriamente preocupada y un poco más aguda de lo normal. El brigada apoyó una mano en el hombro del muchacho tratando de infundirle un poco de calma.

⸻¡Un Hércules! Repito, ¡aeronave de carga tipo Hércules!

¡Ggrrrsrsrsrsr!

⸻¡Dios mío! ¡Parece estar estacionario! Procedemos a acercarnos, no hay contacto radio.

Nieto y Villa eran incapaces de apartar la mirada de las pequeñas señales verdes que indicaban la posición de los dos aparatos. Efectivamente, la señal del supuesto avión de carga, ahora, no daba movimiento alguno.

⸻¡Lo tenemos delante! En un lateral pone algo. ⸻Las interferencias hicieron taparse los oídos al operador⸻. ¡Dumbo 13! Creo que es lo que está escrito en su costado. Sí, confirmado, pone e…¡¡¡Dios mío!!!

Una cacofonía tremenda de ruidos se escuchó por los altavoces y la comunicación se cortó.

El oficial, imperturbable, parecía de cera, pero sus atónitos ojos lo decían todo. Por su parte, el brigada, veterano en largas noches de guardia, se había quedado estático al escuchar el último mensaje del piloto. En un esfuerzo había conseguido mover un brazo para pasarse la mano por la calva, a esas alturas, bastante húmeda.

⸻ECD15, ¿Se encuentran bien? ECD15. ¡Conteste!

Silencio.

⸻¡La traza del Hércules ha desaparecido! ¡Ya no está, mi teniente! —dijo Villa angustiado.

¡¡¡Grrsrsrrrsrr!!! Los sonidos metálicos se abrieron paso de nuevo.

⸻¡Fénix 5! ¡Aquí ECD15! ⸻trasmitió por fin el helicóptero.

⸻¿Qué ha pasado? ¡¡Informe!! ⸻vociferó el operador saltándose todo protocolo.

Al otro lado, se escuchó vacilar al guardia civil.

⸻Acabamos de ser atravesados por el Hércules… Ha pasado a través de nuestro helicóptero como si fuera una nube de humo. Estamos bien, repito, estamos bien.

El tono del piloto, de absoluta incredulidad, sonaba como cuando alguien cuenta algo y sabe que le tomarán por loco. El asombro que reinaba en la sala de control podía notarse como un elemento físico más. Cada par de ojos buscaba al oficial para que les diera una explicación que sabían no obtendrían.

⸻¿Qué es eso de Dumbo 13, mi teniente? —preguntó Nieto con la mirada perdida y la voz temblorosa.

El teniente dirigió su mirada al suelo y se encogió de hombros.

⸻Nada. No ha podido ver eso. Ese avión no puede volar. Ya no.

⸻¿¡Conoce ese Hércules!?

Villa estaba rozando la histeria.

⸻Cálmese, soldado ⸻ordenó el brigada, que sabía muy bien a qué aeronave pertenecía ese nombre. El escurridizo recuerdo se había dejado atrapar, por fin.

⸻Todo el que sepa algo de la historia de esta base conoce ese avión, ¿no es así, Roya? ⸻ El teniente se dirigió al suboficial.

⸻Imposible, el accidente… ⸻se escuchó decir, casi en un susurro, a un sargento primero de Identificación.

El brigada Roya meneó la cabeza y tomó la palabra.

⸻Ocurrió el 2 de julio del 76. Lo recuerdo perfectamente, era sábado. Yo acababa de entrar en el ejército, llevaba escasos seis meses en esta unidad. Un chiquillo… El Dumbo 13 venía con serios problemas mecánicos. Una bandada de pájaros los sorprendió cuando entraban en zona de aproximación, con tan mala suerte que algunos de ellos se metieron en los motores del plano derecho y los destrozaron. El piloto compensó como pudo esa pérdida y se acercó a la pista para un aterrizaje de emergencia. Pero su destino estaba ya escrito. Una ráfaga de viento en cola les robó toda la sustentación y sin potencia, la aeronave cayó a plomo. La explosión a causa del motor que ya venía en llamas y el combustible derramado hizo el resto. No sobrevivió nadie. Ninguno de los miembros de la tripulación, ninguno de los treinta compañeros que regresaban de un destacamento en África. Entre ellos, uno que pertenecía a este aeródromo.

El hombre veía de forma clara las imágenes de aquella noche trágica en su memoria. Cerró los ojos con fuerza y negó con la cabeza, como si aún no entendiera la concatenación de terribles casualidades que terminaron de una manera tan atroz.

⸻Fue una pesadilla. Aún puedo recordar el amasijo de hierro y cuerpos, el olor a muerte y combustible que quedó en el aire durante días.

El teniente miró a su compañero con una tristeza velada en los ojos. Luego se volvió hacia el resto del personal que, en ese momento, contenía el aliento.

⸻Hasta que se aclare este asunto, nadie hablará de lo sucedido aquí. Comprobad que todo ha quedado registrado, mañana informaré al coronel. Ni una palabra. ¡Es una orden!

֎

Mientras tanto, Chus, la compañera de Nieto, se encontraba en la oficina de seguridad ajena a todos esos acontecimientos. Volvió a chequear el sistema de cámaras. Este solo las ponía a grabar si cualquiera de los detectores volumétricos captaba algún movimiento en las dependencias de la unidad. Después, regresó al libro al que estaba enganchada. Se había propuesto terminarlo aquella noche, pero como siempre le pasaba, a la quinta o sexta página caía sobre ella, como una losa, un sueño inmisericorde que estaba haciendo que aquella novela estuviera durando meses.

Eran las once de la noche, nadie salía del búnker a esas horas por lo que no se enterarían si descansaba la vista un rato. Chus se recostó un poco en la butaca frente a los monitores y se abandonó a una rápida siesta. A los diez minutos se despertó de golpe con la piel erizada. De pronto hacía frío allí. Se giró para mirar la temperatura del aire acondicionado y una sensación extraña la recorrió entera al ver que el armario que había tras ella y los dos claveros con las llaves de las distintas dependencias de la unidad estaban abiertos. Tenía la total seguridad de que todo estaba cerrado cuando Nieto se fue. Se levantó y los cerró de nuevo sin darle mayor importancia, aunque un poco sorprendida. Decidió probar suerte con la novela. Pasó un rato cuando un ruido en el pasillo exterior hizo que levantara los ojos del libro de forma brusca. No se movió, solo fijó la mirada en el monitor que tenía enfrente. El LED rojo, que se encendía si la cámara grababa, parpadeaba, insistente. Examinó cada centímetro cuadrado de la imagen que estaba observando en la pantalla. No había nada que se moviera, ni si quiera uno de los gatos que residían en el aeródromo. El piloto del monitor de al lado se encendió, también e igualmente, tampoco encontró nada que pudiera haber detectado el volumétrico.

⸻¿Qué demonios estáis grabando? ⸻musitó para sí misma.

Chus empezó a inquietarse cuando los pilotos de los nueve monitores de la salita se encendieron uno detrás de otro. De un salto, se levantó de la silla para descubrir con horror que el armario y los claveros volvían a estar abiertos. El color desapareció de su rostro y solo pudo abrir la boca sin pronunciar ni una palabra. Desconcertada, miró rápidamente a la puerta de la habitación. ¡El cerrojo estaba echado! ¡Nadie podía haber entrado allí para gastarle algún tipo de broma!

Casi se le sale el corazón al oír unos golpes en el panel metálico. Se lanzó al cerrojo y luego al picaporte y abrió, era Nieto que volvía de la sala de control con un aspecto tan malo como el que tenía ella en ese momento.

⸻¿Qué te pasa? ⸻preguntó su compañero, haciendo un esfuerzo, al ver la cara de Chus.

⸻¡Las cámaras! ¡¡Las cámaras están grabando!! ⸻consiguió articular la soldado.

⸻Vale… ¿Y qué graban?

Nieto salió de su aturdimiento y recorrió con la vista los monitores.

⸻¡¡Nada!! ¡¡¡Nadie!!! ¡Mira! ⸻Chus señaló las pantallas y después la habitación—. ¡¡Alguien ha desordenado esto mientas leía!!

⸻¿Cómo que alguien? Tenías la puerta cerrada, ¿no? ¿Y por qué hace tanto frío aquí?

Mientras observaba el caos de la oficina, Nieto estaba cada vez más perdido. Chus se quedó inmóvil. Ante los ojos de los dos estupefactos soldados, en las pantallas, empezaron a verse unas extrañas luces. Se movían rápido, de un lado a otro, como si pasearan descontroladas. El miedo se adueñó de ellos cuando esas luces empezaron a alargarse, adquiriendo una forma humanoide. Nieto y Chus contemplaban, con ojos aterrados, cómo aquellas siluetas fantasmales se hacían cada vez más nítidas. Había decenas paseándose por los jardines exteriores del búnker. Una de ellas, que parecía llevar el uniforme de mono de vuelo, se quedó quieta delante de uno de los DOMOS y sin dar tiempo a más, se lanzó contra la lente, dejando a la vista una espeluznante cara huesuda y descompuesta. El grito de los dos compañeros se escuchó en toda la edificación. ¡Aquel rostro parecía que iba a salirse del monitor! Alertados por los gritos, el controlador principal y el brigada acudieron a la sala de seguridad.

⸻¿¡¡¡Qué coño está pasando aquí!!!?

֎

22:30 h. Aeródromo militar de la Zulema, ETDR (Escuadrón de Tratamiento de Datos Radar), garita de seguridad. A un kilómetro del búnker.

El soldado Álvarez se encontraba hablando por radio con otro compañero de servicio. Hacía mucho calor a pesar de ser noche cerrada, miró de reojo el termómetro y vio unos sofocantes 29 ºC.

⸻Las once y estoy asado como un pollo, ¡no corre ni una brizna de aire! Pero claro dentro no sabéis qué es eso del calor, ¿no? ⸻dijo con retintín.

⸻Sí, el aire acondicionado está muy bien. Sin contar con que a la hora de estar aquí metido ya estás helado y tienes que ponerte el abrigo, aunque sea pleno verano. Pero claro, los de fuera no sabéis lo que es un resfriado en agosto, ¿verdad? ⸻respondió una voz por el walkie con el mismo tonillo.

Álvarez sonrió al recordar a su amigo con un eterno pañuelo de papel en la nariz. Soltó un bufido al notar una gota de sudor resbalando por la espalda.

⸻Joder, ¿y si me quito la guerrera? ⸻preguntó al mismo tiempo que jugueteaba con una cajetilla de tabaco con la mano libre.

⸻Sabes que si lo haces, a tu subteniente favorito le van a dar ganas de salir a fumar. Pagaría por ver el tubo que te iba a meter.

El soldado dio un par de golpecitos con la cajetilla en la pequeña mesa auxiliar de la garita y chasqueó la lengua, dando la razón de forma silenciosa a su colega. Por el rabillo del ojo, captó un movimiento en la zona del aparcamiento. Volvió la cabeza hacia allí y observó a un hombre que se acercaba despacio. Extrañado, realizó un barrido con la vista y no encontró ningún tipo de vehículo estacionado.

⸻¿De dónde ha salido ese tío?

Álvarez apretó el botón de comunicación del walkie.

⸻Ahora seguimos, viene alguien. ¡No te mueras de frío! ⸻dijo más bajo antes de posar el walkie sobre la mesa.

Se levantó para saludar. Cuando el visitante estuvo más cerca, comprobó que era un comandante. Álvarez solo llevaba una semana en ese puesto y aún no conocía bien a todo el personal, pero la cara del oficial le sonaba.

⸻¡A la orden, mi comandante, buenas noches!

El oficial hizo un pequeño gesto con la cabeza, casi imperceptible, que Álvarez tomó como la contestación a su saludo. Luego, se quedó inmóvil frente a él. Tenía un aspecto algo raro, parecía estar fatigado, con unas ojeras muy marcadas y un color de piel demasiado claro para esa época del año. Álvarez le preguntó si deseaba algo y el oficial mantuvo silencio. No sabía por qué, pero aquel hombre le produjo un escalofrío.

⸻Guerrero. Cuarenta y tres ⸻dijo, al fin, el oficial con una voz que parecía venir de muy lejos.

El soldado, ante tan escueta respuesta, dio por hecho que quería la llave n.º 43. Sin ánimo de contrariar a ese personaje tan poco hablador, se giró y la cogió de un clavero que había a su derecha. Aún no era la hora del cambio de oficial de guardia, pero pensó que aquel comandante habría llegado antes para hacer el relevo con más tranquilidad. Esa llave era la del vestuario de oficiales.

El extraño extendió la mano y Álvarez dejó caer la llave en su palma. El soldado observó al hombre, que se introdujo en el edificio y desapareció con el mismo silencio que había traído. Volvió a coger el walkie.

⸻¡Ey! Acaba de entrar un comandante rarísimo a los vestuarios. Cuando llegue a la sala, ¡haz que trabajas, por lo menos! ⸻dijo con la ironía que le definía.

⸻¡Por supuesto, no soy yo quien se está jugando la vida en la garita!

Se escucharon unas risitas por la radio.

⸻Por cierto…, ¿la temperatura puede bajar seis grados en dos minutos? ⸻preguntó y atisbó el termómetro de nuevo⸻. ¡Oye! Ahora te llamo, se acerca Navarro.

Esta vez, en la galleta de identificación del recién llegado, aparecían dos estrellas. Al soldado empezó a llamarle la atención tanto oficial suelto en medio de la noche.

⸻Buenas noches, Álvarez. Deme la llave del vestuario, por favor ⸻pidió el teniente.

⸻A la orden, mi teniente, buenas noches. El vestuario ya está abierto. El comandante Guerrero se la llevó hace unos tres minutos.

El oficial alzó la vista de la hoja de entrada que estaba firmando.

⸻El comandante, ¿qué?

⸻Guerrero. Llegó hace un momento, me la pidió y se la di a él ⸻respondió con naturalidad.

El teniente le echó una mirada neutral y levantó un poco una ceja.

⸻Acompáñeme, Álvarez.

Esperó a que el chico saliera de la garita, luego le condujo por la entrada hasta el pequeño recibidor de la Unidad. Se detuvieron frente a un cuadro grande con una placa conmemorativa.

El pobre Álvarez no pudo evitar el nudo en el estómago al pensar que había metido la pata de alguna forma. Solo llevaba siete días allí y ya le iba a caer la primera bronca.

⸻¿Qué Guerrero? ¿Ese Guerrero? ⸻cuestionó el oficial, señalando una de las dos fotos que aparecían en aquel cuadro. El soldado miró con atención y asintió con la cabeza.

⸻¿Le importaría leer la inscripción que hay bajo la foto?

⸻A la orden, mi teniente: «En honor a la memoria del comandante Guerrero, apreciado compañero de esta Unidad. Fallecido en acto de servicio como consecuencia del fatal accidente aéreo del 2 de Julio de 1976…».

Álvarez fue bajando el tono de su voz a medida que leía la frase que apenas pudo terminar. Su rostro, blanco como la cera de una vela, repasaba milímetro a milímetro las facciones de aquel retrato. No cabía ninguna duda, ¡era la misma persona que le había pedido la llave hacía un momento! Tartamudeando intentó volver a explicárselo al teniente.

⸻No importa, vuelva a su puesto.

⸻Pero, mi teniente, le juro que…

⸻¡Gracias, soldado! ⸻le cortó el oficial.

⸻A la orden…

Álvarez se fue con el cuerpo destemplado, no sin girarse dos veces más para mirar la foto de aquel hombre al que había visto a la perfección.

El joven teniente se quedó allí parado frente al cuadro. Tras unos segundos, se dirigió al vestuario. El largo pasillo que llevaba a esa zona estaba prácticamente a oscuras. Solo la tenue iluminación de una amarillenta luz de emergencia brillaba lánguida y distante al fondo del corredor. Al final, podía intuirse la forma de la puerta del vestuario de oficiales, la cuarenta y tres. Echó a andar. Mientras caminaba le rondaba algo en la cabeza, algo que no era el momento de recordar. Al llegar a la puerta comprobó que estaba entreabierta y la luz de dentro, como ya se había percatado mucho antes, apagada. Empujó despacio y encendió la luz, el zumbido de los neones inundó la habitación.

⸻¿Hola? ⸻ alzó la voz⸻. ¿Hay alguien?

Miró al suelo y levantó el pie pues, al dar un paso para entrar, había pisado algo. Era la llave, tirada en medio de una especie de líquido espeso. La cogió y sintió frío, ese frío especial que recorre la columna cuando notas que estás cerca de algo que no es de aquí. Esa sensación le trajo a la mente aquello que no quería recordar. Mucho antes de la reforma de la Unidad, esa área era donde se ubicaban los despachos de los antiguos dirigentes del ETDR, o lo que es lo mismo, los despachos del teniente coronel Lucio y el comandante Guerrero, fallecido hacía treinta años.

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Búnker UVIARS 22:30 h.

Todo era una locura. El controlador principal solo necesitaba unos minutos para poder enfriar su sacudido entendimiento y tomar una decisión. Mientras observaba, estupefacto, las extrañas figuras en los monitores de la oficina de seguridad, los teléfonos de la sala de control habían empezado a sonar. Al descolgar se escuchaba una confusión de rápidas voces y murmullos sin ningún sentido. Las alarmas de las consolas pitaban y parpadeaban, el personal iba y venía comprobando datos fantasma. ¡No podía pensar, todo era absurdo!

Y de pronto, como si alguien hubiera pulsado un imaginario botón de pausa, silencio. El mundo se ralentizó. Era como si una burbuja en el tiempo hubiera atrapado ese momento. Las alarmas callaron, las señales luminosas de los aparatos parpadeaban con una cadencia muchísimo más lenta. La gente gesticulaba y sus movimientos eran como si todos estuvieran sumergidos en agua. En medio de esa quietud líquida y de ese silencio antinatural, comenzaron a escucharse las conocidas interferencias de radio por todos los altavoces de la sala. Estaban mezcladas con susurros que, al cabo de unos segundos largos como horas, fueron haciéndose más audibles. Una especie de voz formada por otras muchas, metálicas y graves a la vez, se distinguió entre los insólitos sonidos. Esa voz horrible, extenuada, que ponía los pelos de punta, pues parecía venir directamente del infierno, pronunció la siguiente frase ante el terror de todos: «Hemos llegado. Nuestra base… Ya no nos vamos».

Alguien se movió y tiró un bolígrafo, que cayó desde una mesa como si fuera una hoja de papel. Cuando toco el suelo, el tiempo recuperó su velocidad. Nadie era capaz de articular palabra. Un controlador miró su pantalla. Todo volvía a estar en orden, los datos, el tráfico aéreo. En la oficina de seguridad, los entes desaparecieron, las cámaras dejaron de grabar. Nada parecía haber pasado. El teniente, apenas recuperado el aliento, hizo un gesto al suboficial indicándole que salieran a hablar en privado. En la sala nadie dijo nada, nadie se movía, tratando de procesar aquella noche imposible. Tras media hora, el oficial y el brigada llamaron a todo el personal de la Unidad a la sala de control. Como habían comprobado hacía un buen rato, nada de lo ocurrido estaba registrándose en dispositivo alguno. Ni siquiera, al visualizar las grabaciones de las cámaras de seguridad, encontraron una sola anomalía. Nada de las luces, solo los exteriores del búnker tan solitarios como cabía esperar a esas horas. El teniente Prado se puso frente a sus compañeros y, con todo el aplomo que requería su cargo, dijo:

⸻No tenemos pruebas de lo ocurrido hoy aquí. Daré parte oficial al coronel en privado y él decidirá lo que considere oportuno. En cuanto a ustedes, tienen totalmente prohibido contar o afirmar cualquier hecho sucedido esta noche. Si de verdad alguien ha llegado a esta base, pero no vuelve a dar señales de su existencia, seremos los únicos que deban saberlo. Ahora, por favor, continúen con su trabajo lo mejor que puedan…

Los hechos de aquella noche, por supuesto, quedaron para siempre en el recuerdo de todos los miembros del pequeño Aeródromo Militar de la Zulema.

Pero esos extraños seres sí volvieron a dar señales. Las dan más de lo que estamos dispuestos a creer. En cualquier lugar. ¿Quién va a pensar, de primeras, que un escalofrío, una sombra que vislumbramos, objetos que desaparecen inexplicablemente o aquella vez que escuchamos de forma clara nuestro nombre y no había nadie… es cosa de fantasmas?

Da igual dónde nos encontremos o cuándo.

Ellos siempre están.