¡Hola, Later! Hoy te traigo un relato muy especial. Fue creado para presentarlo en los Premios del Ejército del Aire (y del espacio) de este año 2024, pero resulta que es demasiado corto. Y como me niego a mancillarlo metiéndole paja, pues no lo voy a presentar. Eso sí, en el olvido no se va a quedar porque es muy chulo. Está basado en la experiencia de uno de mis hermanos, que trabaja donde el protagonista y fue sometido a tremenda entrevista en la mismísima barraca (ya sabréis qué es eso); y en la de mi BFF, que también es armera en la unidad que nombro.

Hay palabras técnicas que forman parte del lenguaje de armeros y mecánicos de aeronave, pero no influyen en la comprensión de la historia. Eso sí, si tenéis mucha curiosidad y me lo dejáis en comentarios, puedo añadir un pequeño glosario.

Os dejo con Mauro Conti, el primero Torque.

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Silencio.

Silencio puro, envolvente, amplio, sereno y grandioso. Frío y afilado, y seco o húmedo, que cala los huesos. Cálido como el abrazo de un amigo o ardiente que impide respirar. Claro como un cristal pulido o traslúcido como niebla temprana.

En cualquier caso, siempre acogedor.

La vista desde la plataforma era espectacular. Una panorámica de 180˚ desde donde se podían divisar, en un día despejado, las escarpadas montañas de la sierra de Madrid, los campos que rodeaban la base aérea y los cuatro rascacielos más altos del paseo de la Castellana, allá a lo lejos. Mucho más cerca, la pista de rodaje, la pista de aterrizaje, las luces azules que las perimetraban… A Mauro le encantaba salir allí, justo antes del amanecer, y contemplar los cambios de color del cielo según salía el sol. Daba igual la época del año en la que se encontrase. Llevaba a cabo su pequeño ritual cada mañana de servicio. Si caían chuzos de punta, le tocaría mojarse, pero no perdonaba una alborada. Ese silencio previo a la vorágine del día era su momento. Dejarse devorar por su presencia lo hacía sentirse pequeño y grande al mismo tiempo. La única palabra con la que aquel cabo primero, con treinta y tres años de mili, podría describirlo era: Paz. Paz con mayúscula. Unos instantes de comunión con el mundo y consigo mismo, que solo unos pocos entenderán.

Mauro Conti, con su apellido heredado de lejanos ancestros italianos, era armero en el Ala-12 de la base aérea de Torrejón de Ardoz. Nadie lo llamaba Mauro. En su galleta ponía Conti, pero tampoco se dirigían a él por su apellido. Él era el primero Torque, por la llave dinamométrica que siempre llevaba encima para darle el par a los portacartuchos del pilón del F-18. No era la herramienta que más usaba, pero, por alguna razón, tenía la suya y la paseaba por todas partes. En el ejército, todo el mundo tiene un mote. Si no lo tienes, es que entraste ayer, en cuyo caso solo tendrás que darle a la gente una semana. Algún alma cándida dirá que él o ella no tiene, pero sí, por supuesto que lo tiene. Otra cosa es que se lo llamen en secreto, y déjame decirte que no es buena señal.

El primero Torque era lo que cariñosamente se llama un cabo primerosaurio, equivalente a cabo primero permanente con cien años de servicio. Entró en el Ejército del Aire en 1989 sin haber cumplido los dieciocho, en aquel Voluntariado Especial que algunos recordarán. Con tantísima experiencia, y su amor por los cazas y todo lo que explotaba, era una institución. Su primera especialidad había sido la de mecánico de aeronave; pero rondando el 2010, su pasión —arrastrada desde la más tierna infancia— por cualquier tipo de arma, detonador y olor a pólvora ganó la partida e hizo el cambio de especialidad a la de armero. Durante su trayectoria, tras salir de la escuela, su primer destino había sido el Ala-12; después pasó por unas cuantas unidades antes de terminar donde estaba. Había cuidado de los RF-4C Phantom y de los Super Puma del Ala-48, además de haber formado parte del EADA y del CLAEX. Pero su corazón era para vestir de fuego al EF-18 Hornet. Por lo que, tras todo ese periplo, en aquel momento se encontraba justo donde quería: de vuelta en el Ala-12. Aunque esta vez en un destino privilegiado: el servicio de alarma.

Y ahí estaba su plataforma. Cuando el sol ya despuntaba por el horizonte, se volvió y contempló los dos hangares que albergaban las aeronaves. El servicio de alarma garantizaba un F-18 de camino al cielo en quince minutos y otro en sesenta. Era emocionante verlos en reposo en ese momento, como dos dragones dormidos. Sobre todo, sabiendo lo que esas máquinas eran capaces de hacer. A Mauro podían tratar de venderle cazas más modernos, pero su respuesta siempre era la misma: «El jamón, serrano y el avión, americano».

El F-18 era un compañero de trabajo. Más que eso, a esas alturas, era un buen amigo. Un caballo de batalla fácil de trabajar, duro como un demonio, totalmente maniobrable, capaz. No lo cambiaría por un ordenador con planos por nada del mundo. Y todo lo decía con conocimiento de causa. Sobre todo, lo de maniobrable. Había sentido en sus carnes, de forma literal, lo que era un combate aire-aire de la mano de un oficial piloto, algo gamberro, que decidió meterlo de lleno en la peli de Top Gun, pero en espacio aéreo español. Ahí se dio cuenta del entorno de trabajo tan hostil para el cuerpo en el que se mueven los pilotos. Con una sonrisa en los labios, recordó cómo le pareció que los dos aviones volaban de forma ilógica, como enfrentados y girando en círculo, con ángulos absurdos en los que era imposible orientarse por la falta de referencias alrededor. Toda una experiencia que jamás olvidaría.

A finales de abril, el sol salía sobre las 7:20 h, así que aún tenía un rato antes de que entrase el siguiente relevo. Rodeó el hangar del F-18 titular por fuera para entrar por detrás. Otra estampa que siempre le había encantado era el empenaje de cola, recortando silueta contra la panorámica de la base. Tenía un buen trasero ese avión. Esas toberas redondeadas, el gancho de apontaje, el tren principal, los depósitos, los flaps, los alerones… Y los timones de profundidad y dirección que le daban ese perfil tan elegante y operativo a la vez. Mauro suspiró al acordarse de todas las veces que se había comido un polvorón sentado en una de las colas o de los batidos de brik que se había bebido al amor de la sombra de los planos en pleno verano. Era un privilegiado. Ese destino dotaba a todo el grupo de trabajo de cierta independencia, pero, y esto que quede aquí, eran una familia compuesta por los mejores. De modo que, a pesar de que Mauro pensaba que en el ejército se disparaba muy poco; de que nunca entendió por qué se llamaba gris aeródromo a un color, a todas luces, azul y de otros detalles mejorables que ahora no vienen al caso, sí, le encantaba su trabajo. Siguieron viniéndole recuerdos a la memoria, mientras deslizaba la mano por el depósito izquierdo. Maniobras, ejercicios y evaluaciones; su antiguo destino en la línea; risas y cabreos monumentales que solían durar lo que el petardazo de un cartucho electropirotécnico. Vio la cúpula abierta y decidió subir para echar un último vistazo antes de terminar. Acuclillado en el LEX junto a la cabina, cayó en la cuenta de que andaba muy melancólico desde hacía unos días. No sabía exactamente cuántos ni el porqué, pero lo mismo que le venían cientos de recuerdos, la memoria a corto plazo le fallaba en igual medida. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para revivir mentalmente las últimas semanas. En fin, ¿se estaría haciendo mayor? Le quedaba un mes para los cincuenta y dos, era un chaval, pero estaba claro que uno no podía estar al mismo nivel que cuando se tenían veinte. Quizá fuera hora de empezar a hacer ejercicios de esos orientados a trabajar la memoria para prevenir el Alzheimer y esas mierdas, comer nueces y demás chorradas. Eso sí, nunca lo confesaría.

¿Ya eran las ocho? Últimamente, el tiempo pasaba volando, tanto que daba miedo. Se dio prisa en bajar, aquel era un día especial. Su hija Giulia, alias Polvorilla, entraba de servicio en la alarma. Mauro no cabía en sí de orgullo por aquella pedazo de mujer en la que se había convertido su bebé. Porque siempre sería su bebé. Sí, sí, tenía veintinueve años. Daba lo mismo, ella era su Nana. Su Nana, destinada también en el Ala-12, era casi sargento primero, ya que entró con los veinte recién cumplidos y de forma directa a la básica. Un ciclo superior le permitió salir de suboficial en tan solo un año y desde ahí, lo único que había hecho era despuntar como armera. Digna hija de su padre. Es lo que tiene instruir a tu niña en desmontar y limpiar pistolas en la mesa de la cocina, llevártela a pegar tiros y hacer construcciones de cartón para luego volarlas por los aires en medio del campo. Disfrutaban como enanos con un buen petardo. Mauro fue padre muy joven y perdió a María demasiado pronto. Un maldito cáncer de mama se llevó a su mujer con la misma edad que tenía ahora Giulia. Un tsunami negro que arrasó con la salud de su jovencísima esposa en un tiempo récord. Uno de los mecanismos para tirar hacia delante y combatir la pena fue enseñar su mayor pasión a su hija. Y ella era muy buena. Por esa razón, la habían propuesto y aceptado para entrar de apoyo temporal en el servicio de alarma.

Giulia era una mujer de pocas palabras, pero sus ojos te lo decían todo. Ella y Mauro habían aprendido a comunicarse con los silencios. Tal vez había sido por la pena tan grande que habían compartido y superado juntos, que les había quitado las ganas de hablar durante una buena temporada. Una discreta elevación de la comisura de los labios, una pequeña arruguita entre las cejas, una calculada caída de las pestañas o una intensa mirada directa de sus ojos miel. Ellos se decían todo lo necesario sin articular un solo sonido. Por eso disfrutaban del silencio de forma especial, pues estaba lleno de información y sentimientos.

El primero Torque se dirigió hacia la entrada de la barraca, como llamaban al edificio entre los hangares que albergaba toda la zona de vida. Cocina, sala de descanso, vestuarios… Pero antes de que pudiera agarrar el tirador, la puerta se abrió de golpe para dar paso al capitán Requena que salía medio trastabillando por la prisa. Había dado ya su relevo y se iba pitando al hospital a ver a su mujer que había empezado con contracciones. La puerta se quedó abierta y la vio. Allí estaba Giulia junto al armero saliente, estudiando con atención el libro del avión, donde estaba apuntado todo lo que tenía que ver con el mantenimiento, inspecciones, averías, armamento y configuración de sus F-18. Pensó en no molestarla mientras se ponía al día, reculó y se quedó a esperarla sentado en una de las cajas de herramientas que salpicaban la zona. Le gustaba sentarse allí en los ratos muertos. Tenía una vista global del hangar y podía controlar, desde una posición discreta, a todo el que pasara. Sí, a veces pecaba de Vieja del Visillo, pero solo a veces.

Mauro volvió a perderse en sus pensamientos.

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Giulia dedicó un buen rato al relevo. Su compañero saliente, el brigada Estévez, no tenía prisa y sabía que la sargento Polvorilla era muy minuciosa en cualquier cosa que hacía. Aparte, era nueva en la alarma y aunque no iba a hacer nada que no supiera antes, el cambio de rutina siempre requiere un poco de atención extra. Estudiaron los libros en la mesa de la oficina y luego salieron a ver los aviones. Dos misiles Iris-T, munición en el cañón, chaff a mansalva, bengalas… Giulia iba repasando todo, mentalmente, antes de quedarse sola y empezar la prevuelo. Los mecánicos, acompañados por el teniente entrante, también andaban enfrascados en sus propias novedades. La mañana estaba en marcha.

—¡Polvorilla! ¿Puedes enchufar el Turbo al titular? Vamos a empezar la prevuelo —pidió el brigada Juárez, mecánico.

Giulia sonrió y levantó el pulgar. Se dirigió al GPU y cogió el pesado cable, lo arrastró, casi en una sentadilla e inclinando el cuerpo hacia atrás, hasta el avión y lo enchufó. Luego regresó y lo encendió. La turbina que movía el generador de corriente del GPU comenzó su escandalosa canción. En un gesto automático, se puso los cascos para protegerse los oídos.

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Mauro volvió en sí. ¿Sería posible? ¿Tan metido en sus recuerdos había estado que no se había enterado del relevo? O aún peor, ¿habría echado una cabezadita, sentado en aquella caja?

—¡La senectud te mira de frente, Mauro! —dijo en voz baja, parafraseando a su padre. Se le escapó una risita al tiempo que negaba con la cabeza.

Por fin, enfocó a Giulia y la observó, absorto, unos minutos. Era como él. Cuando estaba concentrada en algo, se abstraía del mundo. Ni siquiera lo había visto, la despistada. Menudo follón montaba el GPU, esta era la vorágine mañanera que le hacía valorar tanto el silencio previo al final del servicio.

—¡Nana! —llamó por encima del ruido, aunque sabía que sería complicado que lo escuchase con los cascos puestos.

Pero Giulia se volvió sobresaltada y con la mirada un poco perdida. Una sonrisa familiar se pintó en sus labios, Mauro sonrió también. Saludó a su hija con la mano, mientras le guiñaba un ojo y la dejó seguir. Ella suspiró despacio y se dispuso a continuar, pero tuvo que llevarse la mano al estómago. Lo tenía en pie de guerra. Esa mañana no había vomitado porque no tenía nada en el cuerpo al levantarse, pero de haberlo tenido, se habría pasado un buen rato abrazada a la taza del váter. Dos rayitas rosas tenían la culpa. Solo estaba embarazada de cuatro semanas, aún no quería decir nada, únicamente lo sabía Jorge, su pareja, pero en poco tiempo tendría que comentárselo al jefe, y la sacarían de la alerta y de la línea. No podría estar cerca de un avión arrancado, las vibraciones que genera son demasiado fuertes, ni cerca de su radar. Tampoco podría coger peso; y las bombas y los misiles y los cables y los depósitos, todo pesaba un montón. Terminaría en una oficina, era lo lógico. Su único consuelo era que sería algo temporal, pero no quería pensar en eso ahora.

Mauro la contemplaba con cara de sospecha. Giulia tenía un humor complicado en los últimos tiempos. Esa mano en el estómago, ese aspecto macilento… Una chispa de ilusión se prendió en su corazón al atar cabos. ¿Estaría embarazada su niña? ¡No! Niña y embarazo eran dos palabras que no encajaban de ninguna manera. ¿Estaría embarazada su preciosa hija adulta? No podía imaginar una felicidad mayor en ese momento. Pero ella no le había dicho nada todavía. Tal vez fuera muy pronto, había que ser prudente en el primer trimestre. Eso le había dicho su amada María cuando se habían enterado de la venida de Giulia. Él había querido cantarlo a los cuatro vientos y la futura mamá le había frenado la lengua hasta que no había podido contenerlo más. El primero Torque sonrió, pero su dicha se vio empañada por un pensamiento fugaz: lo mismo no era un bebé, los gases y las indigestiones estaban a la orden del día. Bueno, si Giulia tenía algo que decirle, lo haría en cuanto estuviera preparada.

—Armamento montado, controlado. Cartuchería de las eyecciones y lanzadores, controlados. Contramedidas, chaff y bengalas, controladas… —repitió para sí misma un par de veces para no olvidar nada.

Hoy no tocaba arrancado del avión, así que fue a cerrar la compuerta 14R, la del computador de armamento, con su llave Allen antes de empezar con el mantenimiento de las instalaciones. Pero, al echar la mano al bolsillo lateral de su uniforme, no la encontró. Mauro, que supervisaba satisfecho el proceso, la vio en el suelo casi delante de su pie derecho. Se le habría salido del bolsillo en uno de los múltiples paseos que se había dado Giulia en la última media hora. Él continuaba sentado de forma plácida en su caja de herramientas, de modo que alargó el pie y le dio una patadita, mientras la chica buscaba a su alrededor. La herramienta llegó deslizándose junto a una de las manos de Giulia, que la cogió y miró con el ceño fruncido hacia las cajas de herramientas. A Mauro se le escapó una carcajada.

—Yaa, ya sé que no te gusta que te pase las cosas así. «¡Siempre en la mano, papá!». Perdóname esta vez, cielo, hoy estoy bastante cansado —dijo, cariñosamente, su padre.

Giulia fue a decir algo, pero en ese momento el teniente apareció por la puerta de la barraca y le pidió por señas que entrara. Había traído unas palmeritas de chocolate de una pastelería de Torrejón muy conocida. Era su cumpleaños y ya que le tocaba servicio, al menos el desayuno sería por todo lo alto.

—¡Apago el Turbo y voy, mi teniente! —dijo a voces, la chica.

Terminó de cerrar la compuerta que le quedaba y fue hacia el GPU.

—Me encantan esas palmeras —lloriqueó bajito, con voz lastimera—. Ojalá se queden en mi estómago… —añadió con la cabeza y los brazos alicaídos de camino al interior. Antes de entrar, al pasar junto a las cajas de herramientas, cerró los ojos un momento y, al abrirlos de nuevo, lanzó una mirada cargada de cariño.

Mauro abrió los ojos. ¿Se había dormido otra vez? Esto empezaba a ser preocupante. Buscó a Giulia con la vista, pero no estaba. Al cabo de un momento escuchó a sus compañeros y a su hija, dentro, cantando cumpleaños feliz. Esperó a que terminasen la canción y el consiguiente alboroto de soplado de velas. Unos minutos después, se oía una animada conversación que no entendió del todo.

—¡Venga, ya está bien! Pareces un abuelo sentado a la fresca en la puerta de su casa —exclamó, el cabo primero, auto-reprendiéndose.

Se levantó de forma pesada y entró en la instalación. Avanzó por un largo pasillo en busca de las voces que venían de la sala de descanso. Era curioso, a pesar de lo cansado que estaba, se sentía bastante ligero. Al llegar, encontró a los tres compañeros sentados a la mesa. El brigada mojaba una de las palmeras de chocolate en el café con cara de «Como se entere Gloria de que me he comido tres, se me va a caer el poco pelo que me queda»; el teniente devoraba otra a dos carrillos sin ningún rastro de cargo de conciencia y Giulia mordisqueaba la suya cual ratón recatado.

—¿Y qué te gusta a ti, Polvorilla? —preguntó el brigada para hacerla hablar.

Todos habían notado que Giulia estaba algo rara desde hacía unas semanas, pero les preocupaba más su tristeza. Aunque Dios sabía que tenía razones para estarlo y era comprensible. De hecho, todos lo estaban. Mucho. Pero había que subir el ánimo de alguna forma, especialmente a ella. Así que trató de sacar un tema que pudiera distraerla.

La sargento entornó los ojos, pensando bien su respuesta.

—Me gusta muchísimo cuando mi bomba explota —explicó ella, recalcando el mi—. O cuando mi misil, el que yo he montado con todo el cuidado y profesionalidad del mundo, llega a su objetivo y lo borra del mapa. Hay tantas cosas que pueden salir mal en un lanzamiento, tantos planetas que tienen que estar alineados, que cuando vuelve el avión sin el misil y el piloto me enseña la grabación con el resultado es… es… ¡simplemente perfecto! ¡Y despedir el avión! Eso de quitarle las pinzas y los seguros después de haberlo preparado… ¡Uff!

Sus compañeros la miraron con los ojos muy abiertos. Mauro supo que, a lo peor, no llegaban a entenderla del todo, pero él sí. Lo entendía a la perfección y lo compartía. Giulia destilaba ilusión cuando hablaba de su trabajo y eso era un regalo. Hubo un pequeño silencio que rompió el primero al reírse.

—¡Armeros! Luego nos llamáis flipados a los pilotos —soltó el teniente, mientras efectuaba un movimiento combinado perfecto que implicaba un mordisco a otra palmera, una carcajada y una mirada hacia la puerta donde estaba Mauro.

—¿Flipados los pilotos? —preguntaron a la vez el brigada y ella.

—¡Jamás he escuchado nada semejante! —añadió Giulia con tono de falsa sorpresa, muy mal disimulada, por cierto.

Siguieron un rato más con las palmeras, los cafés —descafeinado para ella— y las bromas. Al parecer, era una mezcla que el estómago de la sargento antigua toleraba bien. Giulia se levantó de la silla y emprendió el camino al servicio, lugar que visitaba con bastante frecuencia. Tenía que pasar por el largo pasillo donde estaban todas las fotos que los diferentes compañeros iban poniendo. Todavía no había ninguna suya, claro, era su primer día. Mauro estaba allí mismo, contemplándolas. Ella llegó a la altura de su padre y se detuvo al lado. Espera, ¡sí que había fotos de ella! Veía, por lo menos, cuatro. La primera foto era la imagen de la felicidad más pura. El primero Torque enseñaba, orgulloso, a su bebé el día que nació. La segunda, lo mostraba tapándose la nariz a causa de un pañal hecho un rebuño, que llevaba en la otra mano; una rechoncha Giulia de cinco meses reía desde el cambiador. En la tercera, Mauro cogía en brazos a su niña de seis años; el cono del helado que ella sostenía en un ángulo imposible había decidido dejar caer la bola justo en el momento de la foto y los dos la miraban con cara de tragedia. La última foto era de hacía un par de años; Mauro y ella estaban de pie frente a un F-18 de la línea, el padre abrazaba a su hija por los hombros y con la otra mano blandía su famosa llave dinamométrica. Giulia aparecía casi doblada sobre sí misma por la risa. No pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Mauro se había quedado paralizado mirando una quinta foto. Una que estaba en el centro de la pared, rodeada por todas las demás. Oficiales, suboficiales y tropa arropaban esa foto que él no conocía y, sin embargo, protagonizaba. Todos compañeros, todos amigos, todos familia. Giulia desvió la vista hacia esa imagen. Un viejo y conocido dolor apretó su corazón, sin clemencia. Superaría aquello, o no. Quizá, simplemente, aprendería a vivir con ello, pero saldría adelante con el tiempo. La habían educado así. Ahora necesitaba llorar y apoyarse en su propia familia. Volvería a ser feliz por su futuro hijo y… por él.

Giulia depositó un delicado beso en las yemas de los dedos de su mano derecha para luego posarlas, con sumo cuidado, sobre esa foto. No quería que se desvaneciera como él, por eso la rozó como una pluma.

—Vas a ser abuelo, papá —susurró con apenas un hilo de voz.

Mauro sintió que lo cubría un calor maravilloso. Se volvió hacia su hija y le acarició la mejilla.

—Tu madre y tú sois mi amor, y mi orgullo más grande. Quiero que lo recuerdes siempre, Nana.

Giulia giró la cara casi en cámara lenta. Su mirada, ya desbordada, paseó nerviosa por el pasillo vacío al tiempo que se tocaba la mejilla. ¿Estaría volviéndose loca? Acababa de sentir a su padre tocándola. Incluso habría jurado que, por un segundo, había captado su olor. Igual que lo había escuchado llamándola al ponerse a trabajar en el avión, igual que lo había sentido al coger la llave que se había deslizado hasta ella desde no sabía dónde, igual que notaba su presencia al mirar aquellas cajas de herramientas. Su padre estaba con ella.

Mauro comprendió todo al ver su foto vestido de gala y aquel lacito negro en el marco. De pronto, toda esa bruma que envolvía las últimas semanas se despejó de golpe; y las imágenes del infarto, el hospital con todo el personal médico intentando lo imposible, Giulia y Jorge junto a él entraron en su memoria. Luego, ese momento ingrávido que no supo interpretar. Pero no había dolor, solo conocimiento y una certeza absoluta de que su vida, con sus luces y sombras, había sido lo que él había querido; y la había disfrutado a más no poder. Ahora volaría junto a María, y lo haría tranquilo, sabiendo que su hija sería feliz, una madre maravillosa, una mujer de bandera y ¿por qué no?, una apasionada como él de su querido F-18, su ejército y su España.

Mauro Conti, el primero Torque, besó la frente de Giulia con una sensación de serenidad que nunca antes había experimentado. Nana cerró los ojos, pues notó, sin duda alguna, el contacto. Una luz brillantísima envolvió a Mauro y, un instante después, se marchó con una sonrisa. Giulia permaneció un momento en la misma posición. Dos grandes lágrimas rodaron por sus mejillas, dejando unos pequeños caminitos. Respiró profundo dos veces y analizó su interior. Seguía triste, pero se sentía más liviana. Era como si una mochila pesada se le hubiera caído de los hombros. Una que llevara piedras de culpa, palabras no dichas, cosas por hacer con su padre, anhelos. Y hubiera sido sustituida por una capacidad que tenía guardada y llena de polvo: aceptación.

El brigada pasó por el final del pasillo y la vio quieta frente a la pared. Sabía por qué estaba allí y le dieron ganas de abrazarla o consolarla de alguna manera. Todos echaban de menos a Mauro, el querido primero Torque.

—¿Estás bien, Giulia? —preguntó con cuidado, aunque ya sabía que no. Más que la respuesta de ella, que fue escueta, fue su rostro el que lo sorprendió.

Giulia abrió los ojos y, con gesto sosegado, sonrió a su compañero.

—Estoy bien, mi brigada.

Sin decir nada más, se dirigió a la puerta de la barraca, salió al hangar y rebuscó en una caja de herramientas hasta que la encontró. Sabía que estaba allí y ahora parecía que dolía un poquito menos. Cogió la llave dinamométrica de su padre, la miró unos segundos con ternura y la metió en el bolsillo lateral del uniforme, dispuesta a llevarla consigo siempre que pudiera.