En este caso, el relato lo escribí para un concurso de la revista Elle cuando algún dinosaurio aún paseaba por la tierra. Nunca supe el fallo del concurso, pero siempre pensé que podría utilizarlo como comienzo de una novela con saltos en el tiempo.

¡Espero que te guste!

֎

Había paseado cientos de veces por la recoleta Rose Street en Londres, pero nunca había reparado en ese pequeño local que me atrajo magnéticamente.

Ya dentro, noté algo diferente. El ambiente, aquella penumbra, el olor… Era como si un aura sepia impregnase todo, como de otro tiempo. A mi alrededor, se alzaban estanterías llenas de gruesos libros con lomos de piel en granate y verde botella, también objetos vintage, como decimos ahora. Un gramófono, el típico teléfono de rueda… Obviamente, debía haber entrado en una tienda de antigüedades.

Observé un precioso bolso de mano y me acerqué. Contenía un libro, que abrí con mucho cuidado, y descubrí con asombro, que era un diario. Alguien se lo habría dejado ya que no parecía estar a la venta, por lo menos no tenía etiqueta con precio alguno. La curiosidad hizo que lo cogiera todo y me acercara al mostrador para mostrárselo a la dependienta.

La mujer se dirigió hacia mí sonriente. Impresionaba, me recordó a Rita Hayworth. Pelo oscuro y con suaves ondas hasta los hombros, labios rojos, vestido camisero con cinturón, que marcaba su pequeña cintura. Impecable.

⸻Buenas tardes, ¿qué desea? ⸻preguntó, amable.

⸻Hola, he encontrado un bolso con un diario, sin cartera. ¿Está a la venta o podría haber sido olvidado por alguna clienta?

⸻No están a la venta, exactamente, digamos mejor, a la espera ⸻sonrió de nuevo ⸻. Mi tienda no es de objetos usados, pero ayer vino una mujer e insistió en dejar este bolso y su diario aquí. Dijo que una joven de extraño aspecto vendría pronto y tenía que llevárselos para leerlo y conocer su historia, pues esta iba a influir, de un modo u otro, en su vida mucho tiempo después.

La mujer me miró con una expresión simpática al levantar las cejas.

⸻Es muy raro, ¿verdad? ⸻preguntó con un tono que parecía retarme a aceptar aquellos objetos.

Mientras yo reaccionaba, se dio la vuelta y encendió una vieja radio que tenía detrás, bajó un poco el volumen. Cuando se volvió otra vez dijo, simplemente, que aquello era para mí. Eso me convertía en la joven de extraño aspecto. Iba vestida con vaqueros, camiseta, botas y un pañuelo al cuello. ¿Qué tenía yo de extraña?

En ese momento entraron dos chicas jóvenes cogidas del brazo, llevaban trajes de dos piezas con falda midi. Ambas lucían unos sombreritos algo ladeados y guantes de redecilla fina hasta la muñeca. Se reían mientras taconeaban hasta nosotras. En shock, me aparté del mostrador y dejé que las atendiera.

Empecé a prestar verdadera atención a cada detalle de aquella situación. Ese ambiente, la ropa de las mujeres, los objetos de la tienda y… la música de la radio. Sonaba uno de aquellos grupos de los años cuarenta. Las típicas tres voces femeninas que cantaban con una gran orquesta, vestidas de uniforme de la segunda guerra mundial. Estaba bastante claro que la que no cuadraba allí era yo.

⸻Perdón, ¿cuánto cuestan? ⸻interrumpí un poco ausente.

⸻Lléveselo. ¡Y suerte en su viaje de vuelta a casa!

Fue la cálida respuesta de la mujer, que acompañó al guiño de uno de sus bonitos ojos. Envuelta en una nube de incertidumbre, asentí a modo de agradecimiento y cogí los dos objetos.

Salí de la tienda cuando Sinatra comenzaba a cantar. Di unos pocos pasos al mismo tiempo que abría el diario. En la primera página había una breve nota: «Ojalá saber de mí a tiempo, te ayude. Afectuosamente, Marian. Para Marta, en 2014». Sin aliento, busqué la primera fecha: «21 de enero, 1945».

Despacio, me volví hacia la tienda. Un torbellino de preguntas se agolpaba en mi cabeza. Quizá la dependienta pudiera darme una descripción de la mujer que había dejado todo esto para mí. Es posible que la hubiera visto, aunque fuera de pasada, por la calle. O, tal vez, algún conocido mío supiera quién es. Pero, donde había estado la puerta hacía unos segundos, no había nada. Únicamente, la fachada de un edificio de viviendas de cuatro pisos. Aquello era un sinsentido, aunque sí tenía una certeza. Mis manos sostenían dos objetos reales.

Corrí a casa para leer el misterioso diario sin creerme aún, que una mujer de hace casi setenta años hubiera escrito algo dirigido a mí. Más extraña e inquietante todavía, era esa primera frase que, leída con detenimiento, parecía llevar implícita una advertencia.